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El símbolo del parque

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Hace unos días rodé un comercial en el Parque de Esculturas del ex Edificio Libertad. El estado de deterioro de las obras de este museo al aire libre único en el país, superó mis peores previsiones. Es increíble.

Hace unos días rodé un comercial en el Parque de Esculturas del ex Edificio Libertad. El estado de deterioro de las obras de este museo al aire libre único en el país, superó mis peores previsiones. Es increíble.

El grupo escultórico de Enrique Silveira y Jorge Abbondanza está pintarrajeado con caritas sonrientes, nombres como “Kevin” y siglas como “PC”. La gran pieza de mármol de Pablo Atchugarry está vandalizada con inscripciones de todo tipo: desde dibujitos de colores a mensajes como “Los ñeris”. Ese mismo día filmé en la fotogalería del Parque Rodó y la explanada del Teatro Solís: el cuidado impecable de esos bienes contrasta con la dejadez del Parque de Esculturas.
Mucho se ha escrito sobre este escándalo.

Ya lo denunciaba el periodista Diego Ferreira en estas mismas páginas en 2009. En 2012, Jaime Clara daba cuenta de la misma preocupación, en el suplemento Arte de El País. Lo mismo hicieron más recientemente la arq. Gabriela Pallares y el artista plástico Óscar Larroca, entre otros. Pero quienes tenían y tienen que tomar cartas en el asunto, nada han hecho.

El parque está en un limbo del que nadie parece hacerse cargo: ni la Intendencia, ni el Ministerio de Educación y Cultura. En octubre de 2011 tuvo un breve momento de esperanza con la conformación de una Asociación de Amigos, en conmemoración de su 15º aniversario. Fue una iniciativa de la Udelar, liderada por Hugo Angelelli, en la que participó, entre otros, la artista plástica Cecilia Vignolo. Pero está claro que un bien cultural de estas dimensiones no puede depender de esfuerzos coyunturales: debe formar parte de una política de estado.

Lo obvio y mínimo que se podría hacer, sin afectar demasiado las finanzas públicas, sería iluminar el parque, limpiar las esculturas y contratar un servicio 222 para que las proteja. Seguramente costaría menos que la planta desulfurizadora de Ancap, tan útil ella.

Pero la intención de esta nota pretende ir más allá.

Da la sensación de que este deterioro es, en cierto modo, un símbolo del valor que los uruguayos asignamos a la cultura. Vale la pena preguntarse por qué alguien puede vandalizar una obra de arte. Tal vez sea porque nadie le explicó su valor, en nuestro pésimo sistema educativo. También puede ser porque gente muy popular, en los últimos años, ha difundido la idea de que el arte es un adorno prescindible, una entretenimiento de bachilleres que nunca levantaron un balde de portland. También debe tener que ver la prédica de ciertos programas de televisión porteños, para los que el chusmerío es más relevante que el conocimiento. Y no por último menos importante, el repugnante relativismo cultural que, entre ciertos intelectuales, asigna el mismo valor a Mozart que a los Pibes Chorros, porque supuestamente todas las expresiones culturales merecen ser respetadas.

No es casual que en estos días nos hayan dejado dos librepensadores brillantes como Carlos Maggi y Lincoln Maiztegui. Hay un Uruguay que se está extinguiendo y otro muy distinto que lo reemplaza. Sin intelectuales que formen opinión más allá de lo políticamente correcto y las pueriles lealtades partidarias, sin docentes que asuman el compromiso de trasmitir más cultura en lugar de quejarse por salarios y vidrios rotos, sin autoridades de gobierno que protejan los bienes artísticos más allá de quiénes hayan sido sus inspiradores, la verdad es que será muy difícil frenar la ya evidente debacle cultural.

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Álvaro Ahunchain

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