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Reorientar la catarsis

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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Hay un solo detalle en que coincido con los disparatados conspiranoicos que cuestionan la gravedad de la pandemia y la importancia de vacunarse.

Obviamente discrepo con esa desubicación absolutamente nociva que ponen de manifiesto al lanzar al vuelo frivolidades negadoras del incremento de muertes por COVID y saturación del sistema hospitalario. Cuando postean sus burdas fake news en las redes, lo único que consiguen es agravar la tragedia. Y el peor comportamiento en contrario es el de intentar acallarlos por vías legales o administrativas, porque cada vez que Facebook bloquea una cuenta de alguno de estos promotores del disparate, aprovechan para victimizarse y sacar partido de esa supuesta censura, para dar verosimilitud a las tonterías que postulan.

Ahora bien, como decía al principio, hay un punto en el que concuerdo con ellos, y es el de lamentar la histeria colectiva que estimula esta sobredosis mediática sobre la pandemia. La diferencia es que esta no se debe, como ellos dicen, a una conspiración de los medios de comunicación, los detentadores del poder económico y bla bla bla, sino que nace pura y exclusivamente del temor que a todos nos embarga por lo que está pasando, un temor que los medios naturalmente recogen y amplifican.

El episodio en torno a los comentarios de un buen comunicador como Aldo Silva es prueba de ello. El énfasis puesto por los programas periodísticos sobre la actual crisis sanitaria es de tal magnitud, que se está pareciendo más bien a una obsesión. En sus tertulias se apuesta cada vez más fuerte al maximalismo, como si los distintos opinantes pujaran en un remate a ver quién es más duro o menos complaciente o más agresivo, en su competencia por generar titulares impactantes. La desafinada caja de resonancia de las redes sociales convierte cada exabrupto en una batalla campal, donde todo se termina politizando de la manera más pueril.

Durante tres años, participé diariamente en un talk show televisivo donde se me pagaba por opinar sobre todo. En alguna ocasión me descubrí a mí mismo diciendo cosas con un nivel de agresividad exagerado, solo porque era esa la forma de mostrarme ingenioso o de agitar polémicas, una piedra preciosa para la eficacia de todo programa de debates. Esa boca no era del todo mía; se prestaba a un juego dialéctico que podía resultar vistoso pero que en su burdo estilo confrontativo, más parecido a un match de boxeo que a un intercambio de ideas, incurría a veces en el fundamentalismo o el forzamiento argumental.

Con la inseguridad colectiva que produce la pandemia, esta devaluación de la racionalidad ha alcanzado cotas históricas. Ya no se trata solo de exhibir ingenio, sino que se agrega un factor catártico: proferir un discurso extremista que refleja en forma cristalina el nivel de perturbación o inseguridad de quien lo formula. Allí aparecen esos agravios inconducentes, como el de exigirle al presidente que anuncie personalmente las muertes de cada día, o un tuit de otro comunicador que reclamaba por qué había gente alarmada por esa opinión y no por los muertos de la pandemia. Es el viejo paralogismo de falsa oposición de Vaz Ferreira: carece de toda lógica contraponer un tema al otro, aunque hacerlo resulte superficialmente convincente.

Pero del mismo modo que no creo en la conspiranoia global sobre la pandemia, tampoco doy crédito a que estos derrapes obedezcan a un supuesto plan de periodistas militantes.

Estoy convencido de que los comunicadores sociales tenemos la responsabilidad de bajar la pelota al piso y cambiar el chip. Cada uno es libre de opinar lo que quiera sobre el manejo que el gobierno hace de la pandemia. Lo que no debemos es incurrir en dos defectos que ya se están repitiendo demasiado: ni llevar la discusión al barro de imputar intencionalidades, ni excitar la insultología chatarra de las redes sociales.

No podemos pasar la vida quejándonos de la manera como nos carnean los trolls del bando contrario, si al mismo tiempo gozamos cuando hay otros que le hacen lo propio a nuestro adversario.

Si quienes opinamos con nuestra cara, nuestra voz y nuestra firma no damos el ejemplo, ¿cómo pretender que esas hordas anónimas actúen de manera responsable? Otra vez, la llave está en la ética de los comunicadores.

Hace años, solía criticar enérgicamente a un canal de televisión, por difundir en horario central a un animador argentino que cortaba las polleritas de bailarinas con una tijera. Esas animaladas ya no existen, por suerte, pero la irresponsabilidad del insulto ad hominem está más vigente que nunca.

Tal vez la actitud debiera ser criticar menos el corto plazo y debatir más sobre el mediano y el largo. ¿Cómo vamos a reconstruir el tejido social, cuando todo esto pase? ¿Qué lugar vamos a dar a la investigación científica y la promoción cultural, cuando acabe esta pesadilla?

Esa sería, sin duda, una catarsis mejor orientada.

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