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Un reino peronista

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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La serie de ficción El reino, de Claudia Piñeiro y Marcelo Piñeyro, es un formidable éxito en Netflix. Se está viendo en más de cien países, traducida a decenas de idiomas. Es un logro merecido, porque estamos ante un excelente audiovisual, con una realización inspirada y actuaciones memorables.

Vale destacar la imponente composición de Mercedes Morán y la de nuestro compatriota Alfonso Tort, quien vuelve a demostrar la maestría interpretativa con que nos deslumbrara en La noche de doce años.

Como era de esperar, la Alianza Cristiana de Iglesias Evangélicas de la República Argentina se tiró con todo contra una serie que pone la lupa en lo peor de algunas de esas organizaciones: lavado de dinero, contubernios con el sistema político y hasta pedofilia. Lo que hicieron fue apuntar contra Claudia Piñeiro, acusándola de un supuesto plan para desacreditarlas, por defender ella la despenalización del aborto. Esa acusación generó una comprensible reacción de artistas e intelectuales argentinos, a favor de una irrestricta libertad de creación y debate de ideas, condición clave de toda democracia que se precie de tal.

Lo dicho: la serie vale la pena y hay que verla.

A partir de este punto, si usted no lo hizo, pare de leer, porque no se la quiero spoilear.

A diferencia de los indignados evangélicos argentinos, lo que me interesa es contrastar ideas con todo el respeto que los autores merecen, en la medida en que la trama refleja, a mi juicio, agudos prejuicios ideológicos.

Todo viene bastante bien hasta que el guion entra en la lógica sesentista y nos enteramos de dónde viene el asesor de la fórmula presidencial pro-capitalista, interpretado por Joaquín Furriel (¡demasiado actor para tan esquemático personaje!).

Una voz en off que habla inglés nos lo vende como un eficiente agente de la CIA o algo por ese estilo, que fabrica todo el tiempo maldades e inmoralidades para que la derecha alcance el poder. Tal vez la escena que lleva ese prejuicio a su punto más objetable es cuando el personaje de Furriel, bajando una escalera, llama por celular a un canal de televisión para que no divulgue una denuncia contra otro personaje, que antes había que enchastrar: “Levantá el programa, que no salga”, dice escuetamente, como si un misterioso agente de servicio secreto tuviera poder sobre la decisión de un gerente de programación y un grupo de periodistas. Es parte de la fantasía progre de que todas las denuncias contra los gobiernos populistas de izquierda (pasa allá y pasa acá) son meras conspiraciones de la derecha. Que los periodistas y los medios independientes son en realidad lacayos a sueldo del imperialismo. Algún día los comunicadores sociales que ejercemos nuestra tarea responsablemente, tendremos que reaccionar contra esa simplificación insultante.

En otro momento de la serie, el tenebroso pastor devenido en candidato presidencial pro-poder económico busca una palabra con la que iniciar su discurso y se le escapa “compañeros”. El malísimo agente de la CIA lo interrumpe con una sonrisa: “No, Emilio, no, ¡esa palabra es peronista!” Solo falta un sobreimpreso que diga “¡qué miedo que les da a los yanquis el glorioso general Perón!”

Es significativo que en una entrevista, Marcelo Piñeyro se queje de “la grieta”: “Fue un esfuerzo enorme para nosotros en El Reino salir de la grieta. Creo que toda reflexión, por interesante que sea, cuando cae en la grieta se banaliza hasta la locura”.

Es cierto que el guion no declara una fe kirchnerista ni abomina del macrismo, pero... que se presente como el gran peligro de un país a un hato de fanáticos religiosos corrompidos, defendido por una conspiradora clase empresarial y nada se diga de la bochornosa corrupción que hizo caer a gobiernos de izquierda (que no beneficiaron a menos empresarios) de Argentina, Brasil y Uruguay...

No sean malos.

Así, como para arrancar fuerte, la serie abre con una cita de Antonio Gramsci, que dice: “El viejo mundo muere, el nuevo tarda en aparecer, y en ese claroscuro surgen los monstruos”. El director ha declarado que para él, ese viejo mundo es el que promovió el siempre denostado “neoliberalismo” de Thatcher y Reagan, que según él trajo todos los males a sus sociedades. Su coguionista agrega que a partir de la crisis económica de 2008, “la sensación que daba es que se terminaba el capitalismo, pero en definitiva no se terminó y creo que no se termina porque no aparece el otro mundo. No terminamos de inventar ese nuevo mundo. No sé cuál va a ser, pero creo que tenemos que pensar algo de lo que pasó con el movimiento de las mujeres, con el movimiento a favor del planeta”. Yo le recordaría que incluso Eduardo Galeano admitió el error de enfoque de sus Venas abiertas de América Latina, y le preguntaría en qué sociedades percibe ella un mayor respeto por las agendas de derechos: si en las perversas y capitalistas democracias occidentales o en los países que las combaten frontalmente. Seguramente las mujeres afganas le darán una rápida respuesta.

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