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Puccini les gana

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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Confieso que tengo una relación de amor y odio con el formato televisivo de Got Talent, aún desde antes de la emisión de su adaptación local, por Canal 10.

El amor proviene de la preciosa oportunidad que ofrece a mucha gente de compartir sus talentos, dándoles visibilidad pública e impulsando así promisorias carreras profesionales. El odio, de la contracara de escarnio a que se somete a algunas personas, seleccionándolas para presentarse ante el público a sabiendas de que darán un espectáculo bochornoso.

Integro la comunidad artística y, como tal, me resulta profundamente antipático cuando se ningunea o bardea a un colega, sin importar su mayor o menor talento, cuya valoración es, además, siempre subjetiva. Quien sueña con expresarse artísticamente y da el osado salto de hacerlo ante el público merece por lo menos respeto a la nobleza de su elección profesional; nunca ser objeto de burlas ni desprecio falsamente compasivo.

Aclaro que este defecto no es exclusivo de la adaptación uruguaya: al contrario, en comparación con antecedentes de otros países, debo decir que en la producción de Canal 10, está bastante controlado.

Pero siempre aparece, porque parte del éxito de la propuesta radica en matizar los momentos de emoción y sorpresa por la actuación de artistas muy talentosos, con otros voluntaria o involuntariamente humorísticos, donde se expone a quienes realizan rutinas mediocres.

Los cuatro jurados tienen precisos roles asignados por la producción: por una parte el burlón que se mofa directamente del concursante fallido y por la otra quien lo disculpa con un mensaje compasivo y empático. Así, esas críticas reflejan las distintas reacciones del público ante el fenómeno: desde los hostigadores que ejercen bullying o mobbing sobre el compañero de escuela o de trabajo que se sale del molde, hasta quienes lo miran con una sonrisa de conmiseración, en un mecanismo de falsa reafirmación de la propia superioridad.

Antenoche, en el programa de Canal 10 ocurrió algo muy diferente. Primero me pregunté por qué la interpretación del aria Nessun dorma de la ópera Turandot, entonada por un muchacho vestido de marinero, me había emocionado hasta las lágrimas. Después constaté que nada menos que Orlando Pettinatti, quien en ese programa interpreta su habitual personaje burlón y malicioso, también había llorado con esa presentación inesperada, tan sobria como potente a nivel sensible.

Y allí vino a mi mente una curiosa asociación de ideas: me acordé de cuando el entonces candidato Jorge Batlle, allá por la campaña electoral de 1999 (¡hace más de veinte años!) refutó la idea de que la economía del país crecería a instancias de exportar productos no tradicionales, con una frase que se hizo famosa: “La vaca les gana”. Era una manera sintética e informal, en el estilo del inolvidable presidente, de decir que la realidad se impone sobre las modas, que la esencia triunfa sobre la apariencia, aunque esta adquiera eventualmente un alto nivel de notoriedad pública.

Me vi a mí mismo lagrimeando ante esa hermosa interpretación y me pregunté a qué se debió semejante catarsis. Al talento y sensibilidad del joven tenor, sin duda. Pero también a la música por él elegida, una de las arias operísticas más hermosas de todos los tiempos. Parafraseando a Batlle, pensé: “Puccini les gana”.

Los clásicos siempre triunfan. Se terminan imponiendo siempre sobre la banalidad que está de moda, incluso sobre lo que ha sido guionado de antemano. Seguramente no estaba previsto que Pettinatti se pusiera a llorar, ni que en su calidez y dulzura, María Noel Riccetto recordara a su abuelo, que le hizo amar a Puccini desde niña y sin duda influyó así en su vocación artística, tan maravillosamente desarrollada después.

Pero Puccini no solo le gana a la frivolidad y la parodia. También le terminó ganando a la angustia de la realidad circundante.

Porque ese mismo día, los uruguayos nos enteramos de noticias muy tristes: un dirigente excepcional abandonaba la política en una decisión tan imprevista como cuestionable. Dos chiquilines habían sido ultimados a sangre fría a la salida de una fiesta. Un inmenso cantante popular, fallecido tres años atrás, había sido acusado de abusar de una niña en su juventud, generando un terremoto en las redes sociales, donde se mezclaron de manera inoportuna y totalmente desubicada adhesiones y rencores ideológicos. Y todo con el telón de fondo de los rebrotes de la pandemia y la bomba de tiempo que siguen activando en nuestra maltrecha economía.

No es raro que el aria Nessun dorma desate en nosotros, con su melancólica belleza, esas angustias con que la cotidianeidad nos golpea en distintos planos. Allí se percibe una de las grandes funciones del arte, la de reencontrarnos en la emoción, purificándonos.

Reconociendo al fin que, por más difíciles que sean los problemas, por más infranqueables que resulten los obstáculos, “all’alba vincerò”. La fuerza del arte nos recarga de energía para enfrentar la adversidad y derrotarla.

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