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Procrastinación opositora

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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Quienes nos solazamos diariamente en las mieles del multiempleo, sabemos que el día solo tiene veinticuatro horas.

En ocasiones nos sentimos como malabaristas sin semáforo: hay que cumplir con mucha gente, llegar a muchos plazos a veces simultáneos, y es verdad: el tiempo no da.

Incluso algunos padecemos de un mal que antes se llamaba simplemente “pereza” y ahora tiene un nombre alambicado y presuntuoso: procrastinación. Pertenecemos a la legión de quienes dejan todo para último momento y empiezan a trabajar un determinado proyecto cuando se encuentran al filo del deadline para presentarlo.

El procrastinador lo vive como la necesaria acumulación de adrenalina, nacida del pánico de incumplir, fuente liberadora de su potencia creativa y resolutoria.

Y la extensa dilación previa no es tal, porque de alguna manera las ideas que terminarán concretándose de apuro empiezan a recorrer los laberintos del cerebro, buscando alguna neurona que las convalide con un tímido aplauso.

Siempre pasa, a veces se cumple y a veces no. Cuando ocurre lo segundo, las justificaciones pueden ser infinitas: venía a tiempo pero pinché, estoy con fiebre, la gata tuvo cría… Pero de todas las excusas posibles, hay una sola que está prohibida: admitir que no tuvimos tiempo. Si el objetivo amerita que nos ocupemos y preocupemos, está claro que alegar eso, es demostrar que alcanzarlo no nos importaba tanto. Por eso me sorprendió cuando, la semana pasada, distintos voceros de los partidos tradicionales prácticamente asumieron que no se reeditaría el Partido de la Concertación por dicha causa.

Declarar abiertamente semejante verdad nos deja, a quienes queremos un cambio, en una posición maltrecha. Es como que nos dijeran “perdoname, no te puedo atender”, y simultáneamente envolvieran la Fortaleza del Cerro para regalo, con un lacito con los colores rojo, azul y blanco.

Felizmente, en el momento en que escribimos estas líneas se difunde la voluntad de las departamentales de ambos partidos fundacionales de llegar al 31 de mayo con una oferta electoral conjunta para Montevideo. Es una solución incompleta, porque resulta evidente que una alianza electoral de -por lo menos- blancos y colorados, cambiaría rotundamente la correlación de fuerzas también en otros departamentos de supremacía frenteamplista. Pero pocas veces como en estos casos, el sistema político se entretiene mirando el árbol y elude ver el bosque.

Los partidos Nacional y Colorado fueron, en el siglo pasado, los campeones de la ingeniería electoral. Eran colectividades catch all que aglutinaban votos de un vasto espectro ideológico, a través de múltiples candidaturas, complementarias y en ocasiones incoherentes entre sí.

La reforma de 1996 les lanzó el salvavidas del balotaje pero, al mismo tiempo, los reorganizó en candidaturas únicas a las que no estaban acostumbrados; a diferencia del Frente, que sabía muy bien cómo designar dirigentes de “unidad” sin menoscabo de agudas contradicciones sectoriales.

La situación actual resulta muy clara: el único catch all es la coalición de izquierda, donde liberales, socialdemócratas, socialcristianos, marxistas y filoanarcos caminan agarrados de la mano, en una oferta electoral que a nivel nacional está haciendo agua, pero más por falencias propias que por méritos de sus adversarios.

Esa zozobra alienta un cambio en noviembre. El gobierno lo sabe y por eso ha llevado la publicidad oficial como propaganda partidaria encubierta, a límites paroxísticos. No nos sorprendamos de que estén mejorando en las encuestas: la publicidad cuenta y mucho, y más cuando el oficialismo corre solo por el absurdo y contraproducente acotamiento del período de campaña mediática, votado entre otros por los mismos blancos y colorados a quienes tanto perjudica.

En ese riesgoso contexto, la indefinición de una concertación a nivel departamental se parece mucho a un equipo que sale a la cancha desmotivado, lo que representa un mensaje en sí mismo para los ciudadanos que abrazan esa idea en todo el país.

Porque lo que se lee de afuera es, más que falta de tiempo, desconfianza entre los socios y escasa convicción de que el partido valga la pena.

Suelo contar una anécdota que me resulta indicativa de uno de los grandes males de la idiosincrasia yorugua. Cuando era joven, dirigí un espectáculo en una pequeña ciudad del interior, que no he de nombrar. Un día me enteré que en la misma localidad funcionaba otro grupo de teatro. Pregunté si los iban a invitar a nuestro estreno y me contestaron que no: estaban peleados a muerte. Me pareció muy cómico que en una ciudad tan pequeña, dos grupos de teatro -con la fragilidad propia de esta actividad vocacional- renunciaran a colaborar entre sí por pueriles rivalidades. Pero enseguida me di cuenta de que a escala nacional pasa exactamente lo mismo. Los uruguayos tenemos una inveterada incapacidad de asociarnos detrás de objetivos comunes. Expertos en nadar en lo accesorio, nos ahogamos en lo sustancial. Y así nos va.

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