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El que piensa, pierde

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Álvaro ahunchain
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Fue muy interesante volver a ver, domingos pasados, el ciclo El origen del humor rioplatense realizado por Facundo y Juan Ponce de León hace cuatro años y oportunamente reemitido por canal 12.

Quienes nos vamos acercando sin prisa y sin pausa al grupo etario de riesgo del coronavirus, vivimos momentos de nostálgica emoción al reencontrarnos con los capocómicos de otros tiempos, entrañables maestros ya fallecidos como Ricardo Espalter, Enrique Almada, Eduardo Dángelo, Ángel Armagno, los hermanos Jorge, Daniel y Horacio Scheck, Mary Da Cuña, junto a otros que felizmente viven pero están retirados, y otros que aún hoy siguen prodigándonos la plenitud de su talento desde las tablas, como Jorge Denevi, un verdadero maestro de dirección teatral de varias generaciones.

Con inteligencia, el ciclo de los hermanos Ponce de León muestra la evolución de las preferencias del humor del público rioplatense.

Enfrentada al paradigma del tradicional teatro de revistas porteño, que tuvo en Alberto Olmedo su exponente más prestigioso, la propuesta más sutil de los uruguayos de Telecataplum y Jaujarana no tardó en cruzar el charco y ejercer una influencia decisiva en el entretenimiento del país vecino, al punto tal que el refinamiento de Les Luthiers reconoce su fuente en el humor musical de Enrique Almada, Julio Frade y Manolo Guardia, tanto como en las parodias de la cultura académica que realizaba Raimundo Soto.

Esa historia tuvo algunos episodios descollantes, como el inefable candidato Pinchinatti creado por Espalter, que llegó al récord de llenar el Palacio Peñarol con una multitud que lo vitoreó en la delgada línea entre el entretenimiento y la credibilidad política, y terminó obligando a todo el elenco a aclarar frente a cámara que solo se trataba de un personaje de ficción.

Transcurridos esos capítulos nostálgicos y entrañables, la producción del programa se adentró en el cambio radical de estilo humorístico que trajo al Río de la Plata -e incluso a nivel continental- el argentino Marcelo Tinelli.

Hay que agradecer la apertura que demostró Tinelli integrando a su elenco a notables humoristas uruguayos como Sebastián Almada, Pichu Straneo, Horacio Rubino y Álvaro Navia, a quienes indudablemente catapultó a la fama. También hay que señalar que lo que antaño era sátira de costumbres, los productores de Tinelli lo transformaron en burlas a la gente común y corriente a través de cámaras ocultas y abordajes en la vía pública a transeúntes desprevenidos.

Es verdad que los resultados solían ser muy graciosos, pero también flotaba en el aire una intención maliciosa, si se me permite incluso algo sádica, que hallaba disfrute en someter a un incauto a la desesperación de que aplastaran su auto, por ejemplo. Fue la antesala del auge de los reality shows: el público no se sentía satisfecho con la ficción, quería verdad, quería ver correr sangre, metafórica y a veces literalmente.

La estrella de los “Gran hermano” se fue apagando, pero no ocurrió lo mismo con este humor burlón y patotero. Tanto en Argentina como en Uruguay hubo varios intentos de reflotar el viejo formato del programa de sketches, que sistemáticamente fracasaron.

Los intrascendentes “memes” que se comparten en las redes sociales hoy sustituyen la adhesión a la obra de guionistas, actores y directores talentosos.

La clave es brevedad, menos palabras e imágenes cada vez más bizarras. Si degradan o insultan a un prójimo con nombre y apellido, aún más “likes”...

Lo más digerido posible porque, como decían Les Luthiers en aquella inolvidable parodia de la televisión chatarra, “el que piensa, pierde”.

Hace unos años, un grupo de alumnos de publicidad de UTU realizó un stencil que, a mi juicio, sintetiza estupendamente la degradación cultural que heredan las generaciones que están creciendo en el siglo XXI.

Muestra a José Pedro Varela arrodillado y, detrás de él, a Marcelo Tinelli parado, sonriendo y apoyando la planta de su pie sobre la espalda del reformador.

Esa es una de las grandes funciones del arte: tangibilizar con sencillez y contundencia un concepto abstracto, como el de las evoluciones y rupturas educativas de una sociedad.

Nunca tuvimos un acceso tan fácil a la cultura como en estos tiempos de internet. Bibliotecas virtuales, conciertos y espectáculos online, clásicos del cine, todo está al alcance de la mano y, sin embargo, tantos usuarios de redes sociales se enfrascan en un micromundo de puerilidad, donde la emoción primaria sustituye al razonamiento y donde un texto sin imagen es descartado sin leer siquiera el primer renglón. Una nueva Edad Media: es tanto el conocimiento disponible, que alegremente seleccionamos el menor posible.

El renacimiento no vendrá de un mercado apático, confinado en sus casas mirando streaming, sino de un necesario e inevitable pacto entre productores culturales, gobiernos y medios de comunicación, para incentivar la más amplia libertad de creación y pensamiento.

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