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La peor peste

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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El airado debate en torno al protocolo de reapertura de salas de espectáculos habla mucho del deterioro de nuestra cultura cívica.

No es intención de esta nota defender al dichoso protocolo: hay razones tanto para hacerlo como para cuestionarlo. Mejores o peores, son los límites que la ciencia impone a artes como las escénicas, cuyo acercamiento entre actores y público es contradictorio en sí mismo con las políticas de prevención de contagios que impone esta difícil nueva normalidad a todos los niveles.

El tema que quiero abordar en esta columna no es ese. Lo que me preocupa es la bajísima tolerancia al disenso que el conflicto evidencia entre personas que nos reputamos de cultas y sensibles.

Quienes en el acierto o en el error, trabajamos leal y esforzadamente para la reactivación de la vida cultural, nos hallamos últimamente entre dos fuegos: de un lado los que desprecian ese afán y lo atribuyen a oscuras conspiraciones de la derecha para perjudicar al sector, y del otro, quienes con similar agresividad nos acusan de pretender favorecer a la izquierda, como si un partido político fuera dueño y señor de la cultura uruguaya.

El problema no es que haya mentes fanáticas que satanicen al adversario: en toda sociedad existen y felizmente son neutralizadas por amplias mayorías de ciudadanos de buena voluntad que no creen ser depositarios de la verdad revelada. Lo grave es que esas voces estén amplificadas, en atención a una cultura del espectáculo según la cual tiene más repercusión el que grita más fuerte.

Hay gente en las redes que está literalmente escrachando a colegas que votaron a la coalición multicolor, advirtiendo que no debe ofrecérseles más trabajo en las salas teatrales. Y también hay gente en las mismas redes que entiende que colaborar desde el gobierno nacional para que el público pueda ver una obra de Shakespeare o de Sergio Blanco, es conspirar a favor del Frente Amplio.

Entre estalinistas y macartistas, quienes ejercemos la libertad de pensamiento y valoramos la importancia de la generación y recepción de cultura, nos vemos en medio de un fuego cruzado que parece confabulado para que bajemos los brazos.

No es una historia nueva en este país: la película de los extremos ideológicos que se tocan en una idéntica voluntad de destrucción del republicanismo, ya la vimos y la padecimos. Superficialmente, uno supone que persiguen objetivos diametralmente opuestos, pero en el fondo no es así. Quienes apuestan a la polarización, tanto desde la izquierda como desde la derecha, saben que un gobierno de centro será siempre su peor enemigo, por ser contrario a la simplificación de las ideas.

Se hacen los que pelean entre sí pero, como en las viejas comedias de Rock Hudson y Doris Day, en el fondo se aman. Se necesitan los unos a los otros. Con sus diatribas y tremendismos, se retroalimentan. Y cuando se adueñan del debate público, consiguen arrastrar con su prédica a mucha gente que estaba en el medio y se deja llevar por la correntada fundamentalista.

Es extraño y triste que esto se esté dando en el ámbito del teatro y usándolo justamente como excusa. Porque si algo enseñan autores como Sófocles, Shakespeare, Brecht, Ionesco, Jacobo Langsner y tantos otros clásicos, es que el totalitarismo es la peor de las pestes: la que se asienta siempre en la negación del adversario y el aniquilamiento de la razón.

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