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Payasos trágicos

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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La vida es una tragedia para los que sienten y una comedia para los que piensan”, escribió una vez Jean de la Bruyère, y la cita viene al caso después de ver una interesantísima película franco-británica disponible en Netflix.

Se titula La muerte de Stalin (2017), dirigida por el escocés Armando Iannucci, a partir de un cómic homónimo firmado por los franceses Fabien Nury y Thierry Robin.

Los hechos que relata son de una sordidez monstruosa, pero lo hace con un tono farsesco, de comicidad disparatada, que los vuelve aún más perturbadores. No es casual que en el reparto figure Michael Palin, uno de los fundadores del mítico colectivo Monty Python.

La película comparte con las de dicho grupo esa capacidad de hacer reír con situaciones de violencia extrema. Mostrar el componente payasesco que hay detrás de un criminal es una manera muy contundente de trasmitir su villanía. Lejos de convertirlo en simpático, lo muestra aún más monstruoso, porque el humor no conduce necesariamente a una contemplación pasatista o frívola. Puede ser, por oposición, el mejor vehículo para denunciar cosas muy serias.

La delirante escena en que fallece el dictador soviético me hizo reír tanto que dudé que fuera una invención del guionista.

Me fui a una biografía de Stalin y descubrí que la habían reproducido tal cual: el siniestro ministro del Interior Lavrenti Beria, abandonando su obsecuencia y deseándole que muriera de una vez. El despertar imprevisto del moribundo señalando misteriosamente un cuadro de la pared.

Todo eso había sido relatado en las memorias de su sucesor Nikita Jruschov, demencialmente interpretado aquí por el actor Steve Buscemi, quien en lugar de evitar su pronunciación estadounidense, la exagera paródicamente.

En sus diálogos de un humor por momentos ionesquiano, lo que más pone de manifiesto la película es la miseria moral de todos quienes se avienen al juego perverso de adular al dictador, en parte para obtener beneficios, pero en mayor medida aún por miedo a terminar siendo objeto de sus criminales purgas.

Todos actúan a partir de esos dos únicos móviles: la rapacidad y el miedo.

El guionista literalmente se divierte mostrando a esos ministros, vilmente acomodaticios, amenazándose entre ellos con influir en Stalin para que los fusile o mande a Siberia.

Incluso se muestra la ejecución sumaria de Beria, como una conspiración tácita entre los otros integrantes del comité central del partido, a quienes aquel había amenazado con la posesión de pruebas de sus desmanes, corruptelas y abusos sexuales a menores.

La película es una sucesión interminable de escenas truculentas y cómicas al mismo tiempo, y el director tiene la inteligencia de dosificar las imágenes sanguinarias (de manera que el espectador entre al principio por el aro de la comicidad), y acumularlas en las escenas finales, para hacernos aquilatar la repugnancia de lo que nos habíamos estado riendo.

Según se lee en Wikipedia, la película fue prohibida en Rusia: su estreno estaba previsto para 2018 pero fue revocado por el Ministerio de Cultura de ese país. Invocó que “está dirigida a aventar el odio y la hostilidad, a humillar la dignidad de la persona rusa (soviética), a hacer propaganda de la inferioridad de la persona, en función de su pertenencia social y nacional, y eso es una manifestación de extremismo”.

Una censura sorprendente que demuestra hasta qué punto el totalitarismo soviético sigue impregnando la cultura política de ese gran país. Es realmente difícil sostener o disculpar a un dictador que exterminó a millones de sus compatriotas, siendo el responsable consciente de la devastadora hambruna conocida como “holodomor” y de traicionar y ejecutar a sus propios colaboradores directos, en un nivel de insania por el poder solo comparable a personajes shakesperianos como Ricardo III o Macbeth.

Mirando el comportamiento miserable de los alcahuetes del dictador, sabiamente retratado en esta película, uno no puede menos que recordar que el desastre nuclear de Chernobyl se produjo e incrementó justamente por actitudes de esa índole, basadas en el temor al castigo y el acomodo, antes que en el comportamiento responsable de sí y para el prójimo.

También evoca la payasada caribeña de Maduro, sus charlas con el pajarito y sus gotículas que curan el covid. El costado ridículo de los dictadores los haría simpáticos, si no fueran tan sanguinarios y corruptos.

Mientras miraba este festín de sarcasmo y violencia, pensaba en el Uruguay de esa misma época, 1953. Una pequeña nación democrática gobernada por un colegiado que presidía Andrés Martínez Trueba, con una Constitución que amparaba la más amplia libertad de expresión.

Es curioso y doloroso que muchos políticos e intelectuales, todavía hoy, rechacen nuestra tradición republicana y se sigan aferrando a un falso imaginario de justicia social que les vendió la dictadura más larga y criminal del siglo XX.

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