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País del yo no fui

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Álvaro Ahunchain
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Tras la crisis que viene mostrando en los últimos tiempos, pautada por una llamativa sucesión de renuncias de artistas y gestores valiosos, parece claro que el Sodre es una especie de metáfora del Uruguay burocrático.

Lo es en dos sentidos. Por un lado, porque refleja lo difícil que se hace trabajar con parámetros de excelencia, esos en cuya búsqueda, Julio Bocca ha reconocido que estaba harto de gritar y ser el malo de la película. Por el otro, la crisis revela uno de los peores males que caracterizan a la gestión pública en el país: el de la incapacidad de asumir responsabilidades cuando las cosas andan mal. Ninguno de los renunciantes fue explícito en el señalamiento de los autores de la debacle, acaso por delicadeza, acaso porque realmente dicha responsabilidad está desdibujada, confinada al origen de un sistema perverso que tranca el rigor artístico en lugar de potenciarlo. Ya lo decía Kennedy: "el éxito tiene muchos padres, pero el fracaso es huérfano".

En su extensa y muy explícita carta, el Director renunciante de la Ossodre Martín García, después de señalar graves —y por momentos, absurdos— problemas de gestión, dedica unas líneas de reconocimiento a quien era el presumible causante de tanto embrollo, el Presidente del organismo Doreen Ibarra. En el país del "yo no fui", los testimonios en torno al Sodre admiten que las cosas están mal, pero omiten definir a quién habría que remover para solucionarlas.

Un amigo melómano me explica que la crisis tiene su origen cuando, durante la primera intendencia del Dr. Vázquez, se fortalece la Filarmónica para hacerla competir con la orquesta oficial. Allí empieza la duplicación de tareas de talentosos músicos, que obliga a coordinar ensayos y funciones de manera compleja, en ocasiones imposible. Cuando uno pregunta a estos artistas por qué no han firmado contratos de exclusividad, para comprometer la misma prioridad profesional y disponibilidad horaria que tienen los bailarines del Ballet, por ejemplo, se entera de que sus sueldos son insuficientes para ese fin, y que incluso los han cobrado en forma irregular.

Entonces, el beneficio cultural que representa disponer de dos orquestas oficiales, se transforma en la frustración de vestir dos santos con un solo sayo. Algunos músicos se enojan del "malhumor" de Bocca por no entender estos problemas y exigir mayor dedicación. En realidad, el argentino hizo su trabajo incuestionablemente bien: lo que falló fue el sistema. En el país del "yo no fui", se opta por perpetuar las fallas con tal de no encarar la inacción política. En el país que debería ser, hay que designar gestores culturales eficientes y enemigos del statu quo, para hacer los cambios sistémicos y garantizar con ellos la calidad de la producción artística. ¿Hay que traerlos de afuera, como a Bocca? No necesariamente. El ejercicio de la autoridad para hacer las cosas no debería depender de la fama del gestor designado, ni de sus apoyos político partidarios, ni del miedo a sus gritos. Si el gobierno se tomara en serio la gestión cultural pública, debería elegir por estricto concurso, profesionales capaces de generar esos cambios y liderar a los equipos con rigor y excelencia. Esto implica formular compromisos de gestión y cumplirlos a cabalidad. O, si fracasan, hacerse cargo y renunciar. ¿Verdad que todo esto es aplicable también a ANEP, ASSE y tantas otras dolencias cotidianas? Por eso lo dicho: el Sodre es nuestra gran metáfora.

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