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Mi tema con los liberales

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Siempre me sentí identificado con el pensamiento liberal, que reivindica la libertad individual contra la sujeción a los colectivismos. Por eso nunca voté al Frente Amplio. Si bien ha gobernado con un moderado pragmatismo, sigue sin abandonar su retórica maniquea de pobres contra ricos e izquierda pura contra derecha desalmada.

Siempre me sentí identificado con el pensamiento liberal, que reivindica la libertad individual contra la sujeción a los colectivismos. Por eso nunca voté al Frente Amplio. Si bien ha gobernado con un moderado pragmatismo, sigue sin abandonar su retórica maniquea de pobres contra ricos e izquierda pura contra derecha desalmada.

En cierta oportunidad, salí en defensa de que el Estado comprara el Teatro Plaza, a punto de caer en manos de una secta. Representantes de un partido que se autodenomina Liberal me salieron al cruce. Para ellos, esa transacción a particulares correspondía a una realidad del mercado ante la que el Estado no debía intervenir. En ese momento descubrí la delgada línea roja que me separa de estos liberales fundamentalistas.

La obediencia ciega a los dictados del mercado, si bien es realista, expresa también una visión de irritante neutralidad. No se trata, como dicen los marxistas, de acusar al “dios mercado voraz e insolidario”, porque esa supuesta deidad conspiradora no es otra cosa que la suma de las elecciones individuales de quienes la integran. Pero sí de tomar distancia de un liberalismo radical, que no evalúa la necesidad de que el Estado intervenga para evitar que el escenario donde actúan artistas se convierta en el tablado de unos señores que se enriquecen a costa de la credulidad de la gente ignorante. En su neutralidad, para estos liberales es normal que un concierto de Caetano Veloso o Fernando Cabrera se sustituya por una sesión de venta del jabón de la descarga, si el mercado así lo prefiere.

Lo mismo pasó con la inefable ley del porro. A ellos solo les preocupó que se metiera al estado en el medio, en lugar de una legalización que permitiera que la droga llegara al consumidor en cajillas de Nevada o Marlboro. Pero leí hasta el hartazgo el argumento de que “tenemos el derecho a decidir libremente lo que nos ponemos entre el pecho y la espalda”, en curiosa coincidencia de liberales y emepepistas, de Vargas Llosas y Topolanskis. Ese derecho vale para un ciudadano informado, que conoce los prejuicios del consumo y libremente decide exponerse a ellos. ¿Pero vale del mismo modo para un chiquilín de clase baja, que no va al liceo ni trabaja, y vive de cuidar coches? ¿Ese muchacho tiene los elementos suficientes para efectuar una elección responsable sobre lo que se pone entre el pecho y la espalda?

Se llegó a difundir una cita de Milton Friedman: “no creo que tengamos el derecho a usar la fuerza (del Estado) directa o indirectamente, para prevenir que un hombre cometa suicidio, menos aún para evitar que consuma drogas o alcohol”. Yo creo que sí. Claro que el Estado tiene el derecho (y la obligación) de tratar de evitar que un hombre se suicide. Porque debe proteger la vida, aun en contra de la libre elección de quien quiera quitársela. Porque quien toma esa decisión no lo hace desde el ejercicio de su libertad de elección, sino condicionado por circunstancias psicológicas o sociales.

Con la misma estrechez de criterio, las legislaciones machistas del pasado toleraban los llamados “crímenes pasionales”: ¿cómo no la iba a matar si la encontró con otro? El Estado está en la obligación de defender la vida de todas las personas, aun la de quienes optan por la autoeliminación. Y usando la misma analogía que emplea Friedman, por extensión también debe impedirse que una persona desinformada y sin futuro acceda más fácilmente al consumo de sustancias que acentuarán su condición de vulnerabilidad.

Estos liberales radicales también protestaron por la ley impulsada por el diputado Javier García que prohíbe la venta de comida chatarra en las escuelas: ¿con qué derecho se meten con la libertad de mis hijos de comer lo que quieran? La respuesta es simple: con el que otorgan los alarmantes índices de obesidad e hipertensión infantil. Si no avanzamos en una legislación que incorpore los aportes de la academia en beneficio de la educación y la salud humana, ¿para qué legislamos?

Un último ejemplo. Este verano, el edificio de Assimakos, creación del arquitecto Caprario, fue demolido sin la menor consideración al valor artístico de su cúpula y fachada. Sumé mi voz a la de quienes bramaron por esta salvajada, incluso con una columna en esta misma página. La respuesta de los ultraliberales fue que si tanto nos gustaba ese edificio, lo hubiéramos comprado. Que el propietario tenía derecho a demolerlo, si así lo deseaba. Ahora yo me pregunto: si tengo en mi casa un Figari, un Cúneo o un Espínola Gómez, ¿tengo derecho a pintarlos de blanco y dibujar encima lo que a mí me dé la gana? ¿El Estado tampoco debe hacerse cargo de proteger los bienes artísticos que enriquecen a la comunidad y definen nuestra identidad cultural?

Tengo muchas coincidencias con los liberales. Creo que los monopolios estatales son una de las causas de nuestro estancamiento. Creo que el sistema educativo sería realmente democrático y justo, si se barriera con el absurdo centralismo estatal y se impulsara la más amplia autonomía de gestión en cada escuela y liceo. Creo que es estúpido y letal que estemos financiando trenes, aviones y hasta bebidas alcohólicas con nuestros impuestos.

Pero no creo en la falacia de atribuir libertad de elección a quien no posee los mínimos elementos indispensables para ejercerla. No creo en la libertad de un mercado cultural que deje al Estado como espectador neutral y omiso ante el avance de las cumbias villeras, la televisión chatarra, las sectas estafadoras y la retórica belicista de los barrabravas.
Creo que el Estado puede y debe intervenir, siempre en defensa y promoción de la libertad.

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Álvaro Ahunchain

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