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La mejor porquería

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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No está de moda reclamar un uso correcto y refinado del lenguaje.

Si un político se expresa con una amplitud de vocabulario mayor a lo habitual, es seguro que sus asesores le exigirán que hable de modo más llano, o sea con un menú de palabras más reducido. Si para peor, trata de evitar cualquier vocablo que pueda calificarse de inconveniente, bueno, ese tipo ya es un alienígena.

Lo mismo pasa con algunos comunicadores. A partir del desembarco de Tinelli en las mentes otrora modeladas por José Pedro Varela, comerse las eses, pronunciar la “y” como “sh” e intercalar algún “carajo” y “boludo” cada tanto, se ha convertido prácticamente en norma. ¿Acaso vamos a incurrir en el prejuicio de agrupar a las palabras entre buenas y malas, aceptadas y censurables, según la moralidad dominante? Claro que no. Ellas están ahí para ser usadas y así lo entendió el más grande cultor de la lengua española de todos los tiempos, Cervantes, cuando puso en boca de su Quijote aquellos “hideputa”, entre tantos otros exabruptos.

Obviamente no se trata de erradicarlas, privando a la lengua del saludable desprejuicio que convocan. De lo que hablo es de evitar echar mano a ellas con tanta frecuencia e intensidad, que terminen empobreciendo y simplificando nuestra capacidad de comunicación. Algo de eso me pasó hace unos años, cuando vi esa notable película uruguaya que se llama “Reus”. El hecho de que los personajes jóvenes utilizaran todo el tiempo el mismo par de insultos procaces, en un momento me desagradó. Pero enseguida comprendí que esa pobreza expresiva reflejaba en forma realista la manera como hablaban los muchachos de ese entorno sociocultural.

No era una simplificación de los guionistas, al contrario: con ese modo de expresarse tan primitivo, traducían con veracidad lo que estaba ocurriendo en vastos sectores de nuestra sociedad. Porque el problema está ahí: no en pronunciarlas, sino en echar mano a ellas para comunicarlo todo. Lo vemos también en muchas películas norteamericanas, que colocan la palabra “fucking” en boca de sus personajes como un adjetivo que, por momentos, se repite hasta tres veces en una misma frase.

Ciertas expresiones malsonantes son como un virus que va colonizando al lenguaje, hasta apropiarse de él. Y si convenimos en que hay una relación directa entre la amplitud del vocabulario, el uso de estructuras gramaticales y la calidad de nuestra capacidad intelectual, debemos admitir que empobrecer el lenguaje es apagar el pensamiento. Que cada uno hable como quiera, pero que se cuide de no envilecer su caja de herramientas expresiva. Que no bastardee los conceptos que desea comunicar, usando vocablos que, en lugar de transmitirlos con precisión, los degradan.

Hay un ejemplo que puede resultar revelador. “Porquería” no es catalogable como una palabrota ni mucho menos. Sin embargo, utilizada en forma desafortunada, puede distorsionar lo que procura enunciar. En dos oportunidades, a través de entrevistas de radio, el ex presidente Mujica mal citó a Churchill y su aforismo de que “la democracia es el peor de los sistemas de gobierno, a excepción de todos los demás”. Ayer lo volvió a declarar, entrevistado por Radio Sarandí: “como decía Churchill, la democracia es la mejor porquería”. Degradar el lenguaje no solo afecta la cultura y la convivencia. Llega al extremo de menoscabar la libertad.

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