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Las manos de Marta

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ALVARO AHUNCHAIN
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Mis hijas se ríen, porque cuando las llevo a ver películas animadas de Pixar, el que llora casi siempre soy yo. 

¿Qué adulto medianamente sensible se resiste a la secuencia de Coco en que el niño protagonista empieza a cantar la canción Recuérdame y logra que su bisabuela senil, por primera vez, abra los ojos y la entone con él?

El reencuentro del pasado feliz a través de un estímulo cultural puede ya considerarse un tópico del arte contemporáneo.

Estuvo presente en la película La entrevista (1987) de Federico Fellini, donde Marcello Mastroianni y Anita Ekberg, septuagenarios, se miran a sí mismos jóvenes, en la mágica escena en la Fontana de Trevi de La dolce vita (1960). Ese enfrentamiento cara a cara con la propia juventud en parte es doloroso, porque evidencia el deterioro físico, pero también implica el disfrute por recordar aquella felicidad y revivirla.

Ambas escenas me vinieron a la memoria ayer, mirando en el portal de El País el video doméstico donde la recientemente fallecida bailarina de ballet Marta Cinta, postrada en una silla de ruedas y víctima de Alzheimer, al escuchar con unos audífonos El lago de los cisnes, sonríe y evoca su arte, moviendo brazos y manos con dulzura infinita.

Imposible no quebrarse, con ese triunfo final del goce de la música sobre la enfermedad y la decadencia.

Bien miradas, las tres escenas tienen todo en común, a pesar de que la de Coco sea ficticia, la de La entrevista ficcione sobre personas reales, y el video de Marta Cinta sea realista al cien por ciento. Desde esos contextos tan diversos, desembocan en una misma conclusión. Que el arte representa mucho más que una terapia extraordinaria: es un sostén espiritual que nos dignifica, purifica y eleva, derrotando la angustia y sobreponiéndonos al paso del tiempo.

Chaikovski está muerto y sin embargo, sigue moviendo con su propia pasión creativa el cuerpo desfalleciente de la otrora grandiosa bailarina. Ella también acaba de fallecer, pero su imagen en el video continúa aportándonos ese amor a la vida que necesitamos para impulsar cada una de nuestras luchas cotidianas.

Para algunos, el arte es un adorno prescindible. Para otros, un vehículo ingenioso sobre el que trasmitir falsas certezas filosóficas o políticas.

En realidad es mucho más. Es una argamasa que une espiritualmente a las personas, sin importar si viven o no, ni a qué tiempo y lugar pertenecen.

Es materia que integra en lugar de dividir, porque permite que emisor y receptor se identifiquen en sus alegrías y pesares. Todo lo contrario a la inercia de nuestras sociedades exasperadas, donde crecen fundamentalistas que privilegian su credo por sobre la vida y donde los nuevos sistemas de comunicación digital están diseñados explícitamente para separar, y radicalizar a cada uno en sus propios prejuicios.

Por eso, en estos tiempos de falsos profetas y filósofos de boliche que apuntan a la confrontación, es bueno volver a Chaikovski, a Fellini, a aquellos artistas de todos los tiempos que sobreviven justamente porque no crearon desde la arrogancia autosuficiente, sino desde la propia incertidumbre, ese estado de ánimo tan humano que el utilitarismo imperante se empeña en extinguir u ocultar.

El progreso económico hace crecer a los países, claro. Pero, el arte y la cultura son imprescindibles para que crezcamos las personas.

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