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La mano y la lata

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Álvaro Ahunchain
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El fin de semana pasado, la agenda informativa se vio súbitamente trastocada. El tema del que se venía hablando y discutiendo era la inseguridad, y de pronto dos diarios, El País y El Observador, denunciaron simultáneamente en sus primeras planas sendas irregularidades públicas con apariencia de ilicitud.

Nuestro diario se centró en el caso de un jerarca departamental que contrata con una empresa de la que es o fue parte. En tanto, el matutino colega comprobó la inconsistencia de la declaración del Ministerio del Interior de deslindar responsabilidad en la elección de las cámaras de reconocimiento facial que licitó la AUF.

Nuevamente queda demostrada la importancia de la prensa independiente, fundada en periodistas de investigación que desafían al poder sin más armas que la búsqueda y difusión de la verdad, pese a quien pese. Lo mismo acaba de ocurrir en Argentina, con la revelación que hizo La Nación de la truculenta telenovela del cuadernito donde se anotaban en forma detallada las coimas de empresarios a los gobiernos de Kirchner y Fernández.

La corrupción irrumpió violentamente en el centro del escenario político y esto, a poco más de un año de las elecciones, puede ser analizado de distintas maneras.

Hay quienes dicen que los ciudadanos votan con el bolsillo: si su economía cotidiana camina bien, poco les importan los vaivenes morales de sus gobernantes. No tengo claro que sea tan así, pero de lo que no hay duda es que en un entorno de estancamiento económico, con empresas que cierran, puestos de trabajo que se pierden y una gestión más proclive a aumentar impuestos que a abatir gastos, estas sospechas de faltas a la ética pública generan una absoluta y comprensible indignación: la sensación de que ciertos cargos públicos no son un alto honor a ejercer, sino una oportunidad para hacer negocios particulares con dineros colectivos.

Lo más lamentable en estos casos son las justificaciones pueriles que procuran minimizar la gravedad de los hechos, según la orejera ideológica que cada uno porte. Cruzando el charco se escucha cada vez con más frecuencia menospreciar la corrupción K porque Menem también hizo lo suyo, o por los aportantes truchos a la campaña de Cambiemos. Curioso mecanismo de desvalorizar la ética pública, aplicando un nihilismo discepoliano que desdeña la transparencia y naturaliza la corrupción, como si fuera inherente a la actividad política.

En esta lógica perversa, la conducta de la oposición debe ser implacable. Quienes se indignan con las ilicitudes de los ajenos pero son contemplativos con las desprolijidades de los propios, abonan el prejuicio de que los políticos son todos iguales, una sospecha que deteriora la democracia y entierra la república.

El rigor contra la corrupción ya no es una alternativa, es una necesidad imperiosa, en una sociedad donde la legislación e incluso la tecnología están al servicio de la transparencia en todos los procedimientos.

En el sistema político aún hay quienes creen que si la administración depura de sus filas a los corruptos está demostrando debilidad, cuando es exactamente al revés. La gente está empoderada y ya no quiere partidos que funcionen como clubes de amigos. Sería muy bueno que especialmente la oposición analizara en profundidad esta realidad, y asumiera con rigor aquella máxima incumplida del oficialismo, de cortarle la mano al que la meta en la lata. Por aquello de que cuando ves las barbas de tu vecino arder…

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