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Jones y Haberkorn

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Primero ocurrió con el actor Roberto Jones. En una función de “La memoria de Borges” interrumpida varias veces por un ringtone de celular, anunció indignado que dejaría de actuar. Recientemente pasó algo semejante con el periodista, escritor y profesor universitario Leonardo Haberkorn.

Primero ocurrió con el actor Roberto Jones. En una función de “La memoria de Borges” interrumpida varias veces por un ringtone de celular, anunció indignado que dejaría de actuar. Recientemente pasó algo semejante con el periodista, escritor y profesor universitario Leonardo Haberkorn.

En su blog “El informante” indicó que abandonaría la docencia, harto de que una buena parte de sus alumnos de periodismo prestaran más atención a las selfies que recibían en sus celulares, durante la clase, que a los contenidos educativos.

Ambos hartazgos generaron adhesiones y rechazos. Hay quienes critican a Jones y a Haberkorn, atribuyéndoles una incapacidad de comprensión de los tiempos que corren y pidiéndoles que se adapten a la nueva realidad. He llegado a leer la propuesta de que los directores teatrales pensemos proyectos que incluyan el uso del aparatito, tal vez para convertir a Shakespeare en un videojuego.

La posmodernidad está que arde. Antes, la gente se reunía en cafés como el Tupí Nambá, el Sorocabana o el Mincho, para debatir sobre política, filosofía y literatura. Ahora se reúne en los grupos de Whatsapp para intercambiar chistes verdes. Antes, conseguir un poemario de María Eugenia Vaz Ferreira obligaba a hurgar en recónditas librerías de viejo. Pero hoy, que puede googlearse al instante, lo que atrae a más internautas es el video de un nenito al que su hermano le muerde el dedo.

Como nunca en la historia, toda la cultura del mundo está al alcance de cualquier persona conectada a internet. Pero se da una relación directa entre la fácil accesibilidad a los recursos educativos y su escasa o nula capacidad de convocatoria. Y como bien dice Haberkorn en su artículo, los responsables de este deterioro no son los muchachos, que a veces escriben con faltas de ortografía hasta sus propios nombres. Somos nosotros, las generaciones precedentes, que no pudimos o no supimos transmitir la pasión por la cultura, el afán de conocimiento y el culto al espíritu crítico. Nosotros, con indolencia y permisividad nacidas de un torpe relativismo moral, entronizamos a falsos líderes que difundieron la idea de que ser inculto, y enorgullecerse de ello, es más auténtico que perseguir la excelencia y el refinamiento intelectual.

Están allí: los pusimos nosotros en ciertos cargos públicos y en algunos programas de televisión. Anestesiados, nos convencimos de que la vocación intelectual y el espíritu emprendedor eran sinónimos de pedantería, y en esa carrera desesperada por bailar al son de la corrección política, terminamos enterrando el rigor científico y la sensibilidad artística.

Con la misma fuerza con que la violencia de género se origina en reflejos machistas que van pasando de generación en generación, el desprecio por la cultura formal y el elogio de la chabacanería también se multiplican en un efecto de bola de nieve.

La cultura suele no ser prioritaria en la agenda política, por la sencilla razón de que nunca aparece como tema de preocupación popular en las encuestas. Sin embargo, el déficit en esta materia es mucho más grave y preocupante que el de las finanzas públicas, porque compromete la calidad del ejercicio ciudadano y, con ello, la viabilidad misma de la democracia.

El principal objetivo que deberían perseguir los políticos de esta generación es bastante sencillo: más cultura, más capacidad crítica. Más libros y menos porros.

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Álvaro Ahunchain

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