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El valor de lo intangible

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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A primera vista se me podrá acusar de seguir insistiendo con la causa perdida del Hotel San Rafael, pero la intención de esta columna va más allá del hecho puntual de su demolición, actualmente en curso.

En mi última columna sobre el tema bregaba por un Estado que volviera a reconocer el valor de lo intangible. Y ciertas repercusiones que ha tenido el episodio demuestran que dicho valor está muy lejos de ser asumido, ya no solo por el Estado, sino por relevantes líderes de opinión.

Al igual que en la oportunidad en que defendí el patrimonio fílmico nacional que guarda Cinemateca Uruguaya, apoyando un imprescindible subsidio estatal, ahora con lo del San Rafael me salieron al cruce connotados representantes de cierto pensamiento liberal-libertario.

Dejo de lado el argumento más pedestre de que “si desde hace años lo dejaron venir abajo, por qué se quejan ahora”. Esta justificación también fue usada para implosionar el Cilindro y demoler Assimakos. Como si la impericia de las comisiones de patrimonio, que deberían trabajar en la actualización constante de la lista de bienes a proteger, y la desidia de los gobiernos departamentales o los propietarios que los abandonan a su suerte, fueran razones suficientes para eliminarlos del paisaje urbano.

Como si los arquitectos que diseñaron esas obras fueran los responsables de su actual deterioro y merecieran por ello la destrucción de su legado creativo. Como si, por ejemplo, frente a la infamante vandalización del grupo escultórico de Silveira- Abbondanza o las consignas futboleras grafiteadas sobre el mármol de Atchugarry en el Parque de Esculturas, la solución fuera tirar esas obras a la basura. Lo único que hacen es invertir la carga de responsabilidad: exculpan al privado que acomete la destrucción de un bien patrimonial y al Estado que silba para arriba, pero la dirigen al que denuncia semejante acto de barbarie.

Los arquitectos que se alzan en forma unánime contra tal atropello son calificados de resentidos o enemigos del progreso y no son reconocidos como los expertos en opinar sobre este tema, en el que cualquiera mete la cuchara sin tener idea de lo que habla y donde la opinión que termina primando es la del inversor que pone los morlacos sobre la mesa y hace y deshace a su antojo.

Porque la escena clave de la película es esa: quien se sale con la suya es el que trae la inversión, muy positiva para el país, pero carente de un respeto intrínseco a valores artísticos y culturales que no duda en avasallar.

Los teólogos liberales-ibertarios que me han castigado en las redes citan el artículo 487 del Código Civil, que define entre las potestades de quien goza y dispone de una cosa, la de “destruirla enteramente, si le conviene o le parece”. Muy lindo, pero también existe el artículo 34 de la Constitución de la República, que establece que “toda la riqueza artística o histórica del país, sea quien fuere su dueño, constituye el tesoro cultural de la Nación; estará bajo la salvaguardia del Estado y la ley establecerá lo que estime oportuno para su defensa”. No es razonable achacar a las carencias de los listados de bienes a preservar la limitación a este mandato, aunque sí es dable reclamar que alguna vez los organismos idóneos asuman la responsabilidad de actualizarlos con profundidad y rigor. Mientras tanto, ¿por qué seguir borrando arte y memoria de nuestro paisaje urbano? La respuesta de los demoledores es una sola: porque no interesa. Porque en lo que algunos vemos arte y memoria, otros solo ven ladrillos húmedos y fierros viejos. El dilema está en el valor percibido de las “cosas” que el Código Civil autoriza a destruir, si uno paga por ellas. Y es curioso, porque cualquier idóneo en marketing sabe muy bien que el valor de una empresa no es la mera suma de sus bienes tangibles. Por el contrario, existen atributos intangibles que hacen que determinadas marcas valgan mucho más de lo que cuestan: tradición, confianza del consumidor, adhesión emocional, identificación con momentos trascendentes de la vida de las personas, etc.

Pero, cuando se trata de cultura, esos mismos marquetineros suponen que una película en blanco y negro de Adolfo Fabregat es un rollo de celuloide viejo, que la biblioteca personal de Carlos Maggi es un montón de papel amarillento o que el hotel puntaesteño que cobijó legendarios festivales de cine merece ser aplastado como una cucaracha. Lo paradójico es que en el plano teórico, el liberalismo está muy lejos de exhibir semejante estrechez intelectual, y desde Adam Smith en adelante privilegia el valor transformador de la educación y la cultura. Solo una mentalidad reduccionista, de un utilitarismo miope, puede sostener que no debe haber valores comunes a preservar de las veleidades del mercado. Porque lo intangible no tiene precio, pero vale. Y esta vocación sistemática de destruirlo puede costar muy caro a las generaciones venideras.

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