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Hablar en "ñeri"

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Álvaro Ahunchain
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El domingo pasado, El País informó acerca de la dificultad que implica para los operadores del Juzgado de Adolescentes el peculiar código expresivo de algunos muchachos indagados.

En su informe, el periodista Eduardo Barreneche consignó que una maestra llegó a proponer la creación de un glosario que incluyera las palabras más utilizadas en el habla de ese grupo.

La jueza Aída Vera Barreto reconoció la dificultad de comprensión de sus declaraciones e incluso admitió que cuando pide a los adolescentes el significado de sus expresiones, muchas veces ellos mismos no pueden siquiera aportar un sinónimo.

El sindicalista Richard Read se hizo eco de la información y tuiteó una opinión muy compartible: "para tener en cuenta y considerar en una reforma estructural de la educación". Lo más significativo es seguir el hilo de tuits que generó el mensaje de Read: fueron muchas las personas que restaron trascendencia a la noticia y a la alarma que había provocado. Según ellas, "todos cuando fuimos jóvenes tuvimos nuestro idioma paralelo", porque "el lenguaje muta". Incluso alguno evocó al lunfardo, una jerga que a principios del siglo XX fue pródiga en poesía popular.

La verdad es que esas repercusiones me parecen tan preocupantes como el problema en sí mismo, porque revelan hasta qué punto el relativismo cultural ha marcado a fuego la conciencia de los uruguayos. Se analiza el vocabulario "ñeri" como una natural evolución de la lengua, como la creación espontánea de una subcultura que amerita adhesión y simpatía, sin entender que encubre al mismo tiempo un total empobrecimiento del lenguaje y, con ello, del sentido crítico. Porque el pensamiento está estructurado en palabras y relaciones sintácticas. Por lo tanto, quien posee un mayor dominio del lenguaje desarrolla una mejor capacidad reflexiva, y quien carece de él, la pierde en igual proporción. Esto no excluye que la lengua sea un sistema vivo, en permanente evolución. Pero una cosa es que cambie y otra que se debilite. Bienvenidos los nuevos vocabularios, en la medida que el hablante que los propone, disponga de todas las herramientas necesarias para expresarse en profundidad y libertad.

Si cruzamos la información que dio la jueza con la que brindó hace unos meses la presidenta del Inisa, Gabriela Fulco, en el sentido de que ha visto casos de muchachos "con un lenguaje tan pobre, que se mueven con apenas diez o veinte palabras o sonidos guturales", dimensionaremos la gravedad del fenómeno.

Nuevamente, este Estado tan preocupado por inspeccionar que el diez por ciento de los platos de los restaurantes carezcan de sal, se halla ignominiosamente ausente del ejercicio de un deber básico: garantizar a los jóvenes con vulnerabilidad social, el aprendizaje de un código de comunicación imprescindible para mejorar su condición sociocultural y convertirse en ciudadanos responsables y críticos.

Hay quienes todavía creen que la enseñanza debe impartirse con la superficialidad de un entretenimiento y que el dictado y la lectura obligatorios son antiguallas conservadoras. Hay quienes identifican exigencia académica con autoritarismo. Podríamos reírnos del "lenguaje ñeri" como una extravagancia divertida o incluso reivindicar su originalidad como producto cultural, pero no tenemos ningún derecho a condenar a generaciones enteras a la ignorancia y la sumisión.

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