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El otro gueto

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álvaro ahunchain
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Hay películas de ficción que apuntan a sensibilizarnos a través de imágenes repugnantes. 

Pienso por ejemplo en una de 1975, “Saló o los 120 días de Sodoma” de Pier Paolo Pasolini, un atroz alegato contra el fascismo que contiene imágenes tan horripilantes, que aún hoy desafían la sensibilidad del espectador. A pesar del horror, el pacto ficcional que entablamos con el creador nos hace soportarlas y convertir ese asco en una catarsis liberadora.

Pero algo muy distinto ocurre cuando asistimos a documentales históricos, en los que la cámara no captura una elaboración artística sino la más pura realidad. En tal sentido, recuerdo que lo más perturbador que vi en mi vida fue un registro fílmico del gueto de Varsovia, esa monstruosa condena nazi a 400.000 seres humanos de todas las edades, forzados a vivir hacinados dentro de un pequeño perímetro de la capital polaca. Al cabo de tres años, el hambre, las enfermedades y las deportaciones a los campos de exterminio mataron a las tres cuartas partes de quienes fueron encerrados allí. Evoco particularmente la imagen de un cadáver tirado en plena calle, desnudo, hecho piel y huesos, mientras quienes aún sobrevivían caminaban a su alrededor apurados, acostumbrados ya a un paisaje que les resultaba cotidiano.

No pude evitar que me asaltara ese recuerdo hace unos días, caminando una mañana fría por una de las calles de Ciudad Vieja. Un indigente muy sucio dormía echado a todo lo ancho de la vereda. Era en plena zona de oficinas y un día de semana. La mayoría de quienes transitábamos por allí, corríamos tras nuestros asuntos. Enfrentado al indigente opté por cruzar la calle, pero vi como una muchacha sorteó el obstáculo de un breve salto. ¿Hasta qué punto puede llegar el acostumbramiento ciudadano a la injusticia? ¿Cuánto nos sensibiliza la degradación del prójimo? ¿Por qué asumimos a los compatriotas en situación de calle como parte del paisaje?

La dictadura nos dividió en uruguayos de primera, segunda y tercera de acuerdo con nuestras ideas. Pero esta democracia nos acostumbra a coexistir mansamente con uruguayos de cuarta, quinta y sexta.

Las excusas oficiales han sido muchas. No faltó la autoridad departamental que dijera que son personas que eligen vivir así y esa decisión “libre” debe ser respetada. Curiosa acepción de la palabra, porque no es libre aquel que, por limitaciones económicas o psicológicas, se condena a sí mismo a una forma de vida insalubre e indigna.

Otra de las excusas que escuchamos a menudo para no hacer nada es que quienes protestamos, no lo hacemos por compasión a los indigentes, sino por el desagrado que nos produce su presencia. Es un argumento que desconoce que tal desagrado no proviene de una moralina personal sino de la empatía con el sufrimiento del prójimo. Menos mal que todavía nos indigna y nos rebela ver gente durmiendo a la intemperie en pleno invierno.

Los que podrían resolverlo y nada hacen pueden seguir justificándose de mil maneras, pero la realidad es una sola: nadie merece vivir como viven estas personas. Y el costo que representa para el Estado garantizarles un techo, higiene y salud, es ínfimo en comparación con la extrema necesidad de hacerlo. Incluso existe un amparo legal para levantarlos de la calle, aún en contra de su propia voluntad. Solo hace falta decisión política. Dejar de cruzar la calle. Dejar de pegar un salto por encima de algo que no es un obstáculo. Que es un alguien.

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