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De gauchos, indios y la era de Netflix

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álvaro ahunchain
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Me lo contó un amigo docente de literatura. Leía a sus alumnos un pasaje truculento de El combate de la tapera y uno de los chiquilines, maravillado, exclamó: “¡parece Tarantino!”...

Y es así: Tarantino se asemeja a Eduardo Acevedo Díaz. Pero es interesante constatar cómo las referencias culturales de las nuevas generaciones vienen siendo cooptadas por el mainstream de Hollywood, Netflix y adyacencias.

¿Cuáles son los vasos comunicantes de los espectadores -e incluso de los creadores- uruguayos de hoy, con la tradición cultural autóctona?

Me puse a pensar en las películas nacionales más exitosas de los últimos tiempos y solo logro recordar tres que se basan en libros preexistentes: El viaje hacia el mar, sobre un cuento de Morosoli, Mal día para pescar, sobre otro de Onetti, y La noche de doce años, sobre una novela autobiográfica de Rosencof y Fernández Huidobro. Hubo un gesto de reverencia cultural hacia Onetti en El dirigible. Y debe destacarse un interesante ciclo de unitarios nacionales que produjo hace algún tiempo canal 10, basado en novelas de Hugo Burel, Henry Trujillo y Milton Fornaro.

Pero en general, los cineastas uruguayos no están atentos a la producción literaria de sus compatriotas: tienden a contar sus propias historias. No se da aquí, como sí ocurre en los países desarrollados, el hábito de producir películas a partir de obras literarias que las preceden.

La explicación es simple: somos (y creo que siempre fuimos) una nación que mira culturalmente hacia afuera.

En el país sobran novelistas y dramaturgos de éxito local y proyección internacional. Sin embargo, cuando se entablan conversaciones sobre contenidos culturales, es difícil sacar la cabeza del corral de Netflix o los últimos Oscar.

Por eso, aunque parezca que no tiene nada que ver, percibo como una oportunidad lo que ocurrió la semana pasada con la Patria Gaucha.

El énfasis que dio el nuevo gobierno a esta fiesta masiva del interior del país sorprendió a muchos capitalinos biempensantes, que vivimos de espaldas a esas tradiciones. Cuando hacía publicidad de productos de consumo masivo, aborrecía a algún colega que se las daba de ingenioso, parodiando al habitante del interior del país con personajes gauchescos de acento exagerado y mofándose de su supuesta ignorancia. En la visita de los miles de jinetes en ocasión de la asunción de mando pasó algo parecido: las redes sociales se llenaron de comentarios “graciosos” sobre la bosta de los caballos, como en una pueril reedición del conflicto entre civilización y barbarie. El ejemplar comportamiento cívico de esos miles de paisanos, sumado a la difusión que tuvo la reciente Patria Gaucha, son dos saludables cachetadas a ese tonto complejo de superioridad citadino. Más allá del ombliguismo montevideano, existe una comunidad de valores que no solo construye la prosperidad del país, sino que además mantiene con orgullo sus tradiciones culturales.

Lo anterior puede parecer una digresión, pero no lo es.

Porque la actitud despectiva de muchos montevideanos hacia el tradicionalismo del interior, se refleja igualmente en la de otros tantos uruguayos, respecto a la producción cultural de sus propios compatriotas. Los que en Montevideo jamás pisan una sala teatral, pero cuando cruzan a Buenos Aires, no se pierden nada de la cartelera de calle Corrientes. Los que cambian el dial cuando deja de sonar una pavada pop en inglés y empieza una canción uruguaya. Los que leen a un autor si es alemán, desconociendo que los lectores alemanes hoy están leyendo a nuestra compatriota Mercedes Rosende.

Cada vez que hablo de estas cosas, me tiran con que el nacionalismo es malo y que las sociedades que avanzan son las que están abiertas a la cultura mundial. No dudo que sea así. Pero lo que pasa en Uruguay es otra cosa, es un antinacionalismo, un desprecio por la producción propia, siempre y cuando no sea de goles.

Esto también se evidencia en el curioso cosmopolitismo creativo que uno ve en algunos creadores jóvenes, que no tienen la más remota idea de quiénes fueron y qué hicieron Eduardo Schinca, María Azambuya o Luis Cerminara, pero se conocen de memoria las salpicaduras sanguinolentas de Tarantino.

Una de las películas más conmovedoras y a la vez simples de Federico Fellini es La entrevista (1987). Allí, el maestro genera una escena metafórica que aún hoy, más de treinta años después, sigue vigente. El equipo que está rodando una película debe guarecerse de la lluvia en un invernadero. De pronto se descubren a sí mismos como cowboys y ven que afuera los rodean “los indios”, a la usanza de los viejos westerns. Pero estos indios, en lugar de lanzas y arcos y flechas, lo que yerguen amenazadoramente son... antenas de televisión.

En aquel entonces, a Fellini lo desvelaba la manera como el formato televisivo destruía la libertad creativa de artistas como él.

Hoy deberíamos desvelarnos para que el interminable menú de cine extranjero que inunda los hogares, no silencie a nuestros propios hacedores de cultura.

De eso debería tratar la política cultural: de facilitar que volvamos a escucharnos.

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