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Fútbol: promotor de cultura lumpen

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álvaro ahunchain
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"Barras demasiado bravas” titulé una columna publicada en Montevideo Portal, allá por 2011. Pasaron ocho años y volví a leerla en internet: nada cambió.

El asesinato de un chiquilín de 24 años por parte de un energúmeno que descerrajó cinco tiros hacia un grupo de gente que celebraba un triunfo deportivo demuestra que cualquier intento por evitar esto es y será insuficiente. Por más cámaras de reconocimiento facial en los estadios. Por más televigilancia en las calles. Parece que hubiera que resignarse a que el fútbol y también el básquetbol seguirán siendo vergonzantes escenarios de violencia.

Podría decirse que, pese a los esfuerzos oficiales, el panorama es aún peor que en 2011. Porque ahora las redes sociales amplifican la saña criminal de los barrabravas. Leer algunos de los comentarios a los tuits de Nacional y Peñarol que informaban de la tragedia, provoca repugnancia. Aparece gente cuyo único comentario es “un gil menos”. Y si bien son mayoría quienes rechazan esos mensajes de odio, habría que confrontarlos con los cientos o tal vez miles de hinchas que entonan cánticos celebratorios del asesinato desde las tribunas.

Cuando escribí aquella columna en 2011, me había tomado el trabajo de transcribirlos: había letras que mencionaban con nombre y apellido a las víctimas de esa violencia enferma, en son de burla. Y todas rebosaban amenazas de muerte y apología del crimen. Durante algún tiempo, se convino que los árbitros tendrían la potestad de suspender los partidos apenas se escucharan esos coros. Parece que se cumplió algunas veces, pero la medida quedó sin efecto de hecho. Lo interesante del caso es que esas consignas demenciales del tipo “cómo me voy a olvidar cuando matamos a una gallina, fue lo mejor que me pasó en la vida”, no las cantan solo los que comparten la afición deportiva con la mentalidad delincuencial. Las entona todo el mundo, como una gracia.

Más aún: me ha pasado criticar el problema delante de amigos futboleros y que se me rieran en la cara, como si estuviera dramatizando algo inofensivo, como si tuvieran el mismo significado de transgresión permitida que tiene contar un chiste verde.

El pico de incomprensión que viví respecto al tema se dio en la pasada campaña electoral, cuando sinteticé en un spot para las redes que la política cultural debía promover “más Mozart y menos cánticos de barrabravas”. Para qué. Los gestores culturales afines al relativismo me saltaron con todo: “Aristócrata” fue lo más suave. Y mantengo mis dichos: cuando miles de personas, de los más variados niveles socioculturales, saltan y vociferan en una tribuna del estadio cosas como “vamo’ a mandar otro bolso al cajón” (o su equivalente contra los hinchas de Peñarol), no parece muy extravagante deducir que se glorifica un comportamiento violento, que luego ejecutará un imbécil con revólver. ¿Pero cómo se te va a ocurrir cuestionar esta nobilísima expresión de la cultura popular? ¿Quién sos vos para prohibirle al prójimo que cante lo que le venga en gana? Es mucho más cómodo pensar que la violencia no está en el deporte, que está en la psicopatología de las personas que matan.

Cuando uno de mis hijos jugaba al baby fútbol, yo vi con mis propios ojos a otros papás y mamás gritarle a sus niños pequeños “quebralo”, “matalo”. Vi a los chiquilines tensionados por la presión que les metían sus padres para que fueran violentos, hicieran trampa cuando no eran vistos por el juez o incluso hostigaran al contrario que parecía más débil, tratándolo de puto y cagón. Pero no pasa nada, es una broma, un chiste.

Cuánta imbecilidad, cuánta hipocresía institucionalizada y hasta fogoneada a veces por periodistas y dirigentes. Cuánta sobrevaloración emocional de lo que es un simple lance deportivo y no una guerra ni un juego macabro de supervivencia como los de las películas de ciencia ficción.

Autoridades de gobierno, medios de comunicación, docentes, padres y madres, seguimos haciendo la vista gorda frente a estos microfascismos cotidianos, y después nos sorprende que un chiquilín caiga asesinado de un balazo por salir a festejar la victoria de su cuadro. O que un hincha que espera el ómnibus en una parada de Avenida Italia, junto a su pareja y su pequeño hijo, sea apuñalado por el pecado de llevar los colores de su cuadro en el gorro. O que una chica se asome al balcón por miedo de que le estén rompiendo el auto y muera por una bala perdida. Qué poco hacemos quienes estamos en posición de tomar decisiones o hacer oír nuestra voz, para evitar esta masacre silenciosa, tan equiparable en su absurdo destructivo a los índices récord de suicidio y violencia doméstica. Como si, pasados casi dos siglos de vida independiente y viviendo en una democracia supuestamente ejemplar, sobreviviera en nuestro interior algo de aquella cultura bárbara de los degüellos en masa, los vicios privados y las falsas virtudes públicas.

Tal vez sea imposible derrotar definitivamente tanta cultura lumpen. Pero por lo menos, habría que intentarlo.

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