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Lo que el fanatismo se llevó

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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Recuerdo que cuando era adolescente, no podía hablar en voz muy alta en el patio del liceo o en cualquier esquina, sobre mi deseo de no vivir más en dictadura y que el país recuperara la democracia y libertad.

Corríamos el riesgo de que alguien nos escuchara y lo reportara a alguna autoridad, lo que podía hacernos pasar, en el mejor de los casos, un mal momento. Ni que hablar de escasos años más tarde, cuando escribía sobre esas aspiraciones en semanarios como Correo de los Viernes y Jaque. Recuerdo que la temible Dinarp de la época citó una vez a Manuel Flores Silva, por un reportaje que yo había escrito en Jaque sobre la desastrosa gestión del Sodre bajo el gobierno de facto. Mi título había sido “la cultura con grado de coronel”.

En el 85 volvió la democracia y, en los círculos en que me movía, pasé a tener que considerar otras autocensuras. No quedaba bien decir que uno había votado a colorados o blancos: en el ambiente cultural te miraban, también en el mejor de los casos, con una suerte de desprecio condescendiente.

Lo que nunca imaginé fue que, llegado a la madurez, el sistema cultural no ya del paisito, sino del planeta entero, habría de imponernos nuevas autocensuras.

Mucho hicieron las minorías movilizadas para reivindicar sus derechos, tradicionalmente avasallados. Del aliento a esas luchas tuve que pasar, para mi sorpresa, a la inquietud por quienes se pasaron de la raya: universidades que rechazan una tesis por el supuesto pecado de no estar escrita en lenguaje inclusivo, museos que descuelgan un cuadro del siglo XIX porque muestra a varias mujeres subordinadas a un varón, concursos literarios oficiales donde se ofrecen premios especiales a quienes escriban sobre la problemática LGBT, ligas de padres y docentes que vacían bibliotecas infantiles porque los cuentos de hadas “consolidan estereotipos de género” y un etcétera interminable.

La decisión de una cadena de streaming de bajar de su oferta la película Lo que el viento se llevó, porque supuestamente promueve prejuicios racistas, es el último ejemplo notorio de una escalada autoritaria que la emprende ya sin pudor alguno contra la libertad de expresión y creación. En un país libre, cualquiera tiene derecho a escribir una obra sobre el transgénero, pintar un cuadro promotor del feminismo o expresar a voz en cuello su desprecio por el mensaje racista de un clásico del cine.

Pero mandatar al escritor lo que tiene que escribir o censurar lo que otros han pintado o filmado no es proteger derechos: es y será siempre cercenar la libertad. Si hay colectivos que así lo desean, están en su derecho. Pero cuando hay corporaciones y hasta gobiernos democráticos que se amedrentan frente a estos Savonarolas de pacotilla, demostrando un nulo apego filosófico a la libertad, estamos ante un verdadero problema.

Pensar que una vez defendimos al Cuarteto de Nos, cuando un señor los llevó a la justicia por la canción El día que Artigas se emborrachó y lo mismo hicimos con Jorge Esmoris cuando otro hizo lo propio en ataque a aquel gracioso título de su espectáculo, Orientales, la patria o la cumbia.

Los retrógrados que apostaban a prohibir esas expresiones artísticas por antipatrióticas o por un respeto fetichista a los símbolos patrios, últimamente han sido sustituidos por estos neo-retrógrados, neo-puritanos que no tienen ningún problema con que se satirice a un prócer, pero que obstaculizan por todos los medios la divulgación de cualquier obra de arte que participe de un contexto cultural e ideológico diferente al que ellos postulan.

¡Tuve que discutir con mis propias hijas, encantadas con que se estén bajando las estatuas de Cristóbal Colón, y explicarles que si él no hubiera desembarcado en América, sus bisabuelos nunca se hubiesen encontrado aquí y por lo tanto ellas mismas no existirían!

¿Y el vandalismo sobre el monumento a Churchill en Londres? Si no hubiera sido por ese prohombre de la libertad, esos mismos que hoy protestan se verían impedidos de hacerlo, porque vivirían bajo una dictadura nazi, brutal y genocida. ¡Cuánto fanatismo, cuánta ignorancia!

A mí nadie me puede acusar de reprimir la rebeldía, porque pertenezco con orgullo a la generación que, como bien la define Leonardo Haberkorn, “no perdió la democracia pero luchó por recuperarla”.

Mi preocupación es llegar a entender por qué tan legítimos reclamos de las minorías, terminan redundando en nuevos y escandalosos recortes a la libertad. Si hay un gen totalitario que renace en cada generación, a veces en la forma de dictaduras de derecha o izquierda, y otras en esa enfermiza motivación por el control del pensamiento. ¿Realmente creen estos Torquemadas que ver hoy una película de los años 30 sobre la guerra de secesión, promueve el racismo? ¿Volverá el péndulo histórico a los tiempos en que, de forma similar, se nos prohibía ver la maravillosa El acorazado Potemkin porque supuestamente promovía el comunismo?

Ay, si en alguna época de la historia, estas cabecitas autoritarias dejaran al artista expresarse en paz.

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