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Dalí youtuber

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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"No me importa que hablen mal de mí. Me importa que hablen de mí", confesó el polémico youtuber Yao Cabrera, en una entrevista publicada en el diario El País del domingo pasado.

Este joven de 23 años tiene siete millones de suscriptores en YouTube y, como dice el periodista Alejandro Seselovsky en su excelente nota, “el amor y el odio que recibe son dos cartas de su misma baraja y con ambas arma el par de su popularidad”. Para rematar el concepto, Yao confirma lo que en estos tiempos está siendo una verdad irrefutable: “Nexiste la publicidad negativa, bro. Solo existe la publicidad”.

Es interesante rastrear el origen de algunas frases que forman parte del habla cotidiana. Eso de celebrar que hablen bien o mal de uno, con tal de que lo hagan, lo dijo por primera vez un pionero estadounidense de las relaciones públicas, Ivy Lee. Su máxima fue “lo importante es que hablen de ti, aunque sea mal”. El gran Salvador Dalí, haciendo capital de su popularidad transgresora, la transformó con ingenio en “lo importante es que hablen de ti, aunque sea bien”.

Otro genial contestatario que manejó la consigna fue Astor Piazzolla, a quien sus tangueros contemporáneos solían abominar. Pero si el autor de Adiós Nonino transitó por la vida luchando denodadamente por su arte y recién alcanzó la consagración en forma tardía, el genio de Dalí tuvo mejor suerte. A tal punto creó una marca de sí mismo, que terminaba cobrando fortunas por hojas blancas con su simple autógrafo, enriqueciéndose por la frivolidad del mercado del arte, al mismo tiempo que se burlaba de ella.

Una misma frase, entonces, une con un hilo invisible a dos artistas tan dispares como el más grande surrealista del siglo XX y un muchacho uruguayo de humilde cu-na que triunfa en ambas márgenes del Plata, con videos caseros en los que se burla de transeúntes, o uno en el que simuló su propia muerte, generando reacciones extremas:

-¿Qué estás buscando, Yao, cuándo fingís tu muerte?

-Que parezca real.

-¿Para?

-Para que la gente se pregunte si es real.

-¿Cómo llamarías a lo que hacés?

-Yo trabajo en la industria del entretenimiento, me dedico a entretener.

La verdad es que no podría ser más claro y auténtico.

Sin haber llegado a ver las cámaras ocultas de Marcelo Tinelli de los años 90 (salvo que las haya encontrado justamente en YouTube), Cabrera repite un tipo de comunicación desenfadada que apunta a la sorpresa y no teme al escándalo.

Para mi generación, que venía de los exquisitos productos humorísticos de los hermanos Scheck y su Telecataplum, la arrollada de Tinelli fue una especie de tsunami de mal gusto que arrasó con todo: ingenio, valores culturales, calidad. Recuerdo la indignación de Ricardo Espalter cada vez que hablaba de la tinellización televisiva. Sin embargo, el público decidió: los antiguos formatos de programas del llamado “humor inteligente” cayeron en el olvido y el rating impuso ese mundo caótico del reality, donde todo acontece en forma improvisada y en el que ya no nos reímos con el otro, sino directamente “del” otro.

Y si el rating televisivo es un primer reaseguro de popularidad, los clics en las redes sociales lo son en aún mayor medida. Quienes crecimos conociendo la historia del cine en Cinemateca, leyendo libros y asistiendo al teatro, nos descubrimos asombrosamente demodés, irremediablemente viejos, en este mundo de youtubers que convocan audiencias multitudinarias, sin otro vínculo referencial a la cultura que sus propias travesuras improvisadas.

-Yo no quiero plata, bro. Yo quiero fama.

-¿De qué se trata la fama?

-De sentir que todo es posible.

-¿Cómo se siente el famoso?

-Querido.

Y hay dos maneras de enfrentar esto, que tanto moviliza a quienes nos dedicamos a la gestión cultural: encerrarnos entre las murallas de nuestros propios paradigmas o procurar abrirnos a entender lo que está pasando.

Cuando se trata de vender lavarropas o galletitas, el mercado manda. Allí el Estado no tiene nada que hacer. Donde se mete, molesta. Donde invierte, fracasa.

En la llamada “industria del entretenimiento” pasa lo mismo. Pero allí hace falta un contrapeso estatal, no para contrastar lo que la gente elige libremente, sino para dar opciones, abrir ventanas hacia lo que no es rentable, pero resulta enriquecedor intelectual y emocionalmente. La política cultural del Estado tiene mala prensa porque en ocasiones se la ha confundido con el amiguismo político-partidario o el voluntarismo de ciertos “iluminados” para imponer determinadas estéticas e ideologías. Pero cuando se hace bien, con ética y pluralismo, es una herramienta imprescindible para combatir la decadencia cultural.

Nuestro desafío consiste en que esos aportes, que se financian con recursos de todos, lleguen efectivamente a todos y no a una élite autocomplaciente.

Por eso debemos aprender de quienes, como Yao Cabrera, logran conectar con la sensibilidad de las mayorías. Para usar el tsunami como una nueva fuerza propulsora, en lugar de quejarnos por lo que destruye a su paso.

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