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Cultura de muerte

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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En los últimos días se suicidaron tres futbolistas. Ya se había autoeliminado otro, meses atrás. Contemporáneamente, volvieron a divulgarse las cifras anuales de suicidios, mostrando que Uruguay sigue tristemente en los primeros puestos del continente por este flagelo.

Durante la pandemia, conversando con un médico emergencista de la zona de Costa de Oro, me dijo que solo él estaba asistiendo a razón de un intento de suicidio por día. Y no en un barrio superpoblado de Montevideo, apenas en un puñado de balnearios de Canelones...

Algo está muy mal, porque seguimos arrastrando un problema que no parece tener ni siquiera atisbos de solución, y que como en el caso de los femicidios, cruza transversalmente niveles etarios y socioeconómicos.

Por primera vez este año, he visto algunas positivas acciones de comunicación sobre el tema. La Línea de Vida de Asse y distintas organizaciones de la sociedad civil, como Último Recurso, difundieron un video en el que distintas figuras mediáticas hablan cara a cara con esos uruguayos, incentivándolos a compartir su dolor, bajo el lema "no estás solo". Es un mensaje inteligente, medido, profundamente empático. Significa un aporte sustancial, porque rompe con el falso paradigma de que el suicidio es algo de lo que no se debe hablar, debido a que hacerlo sería contagioso. Otra muestra de la típica práctica yorugua de barrer debajo de la alfombra: no lo nombres, así hacemos como que no existe. Igual que el niño que cree que con solo cerrar los ojos, se esconde de los demás.

El silencio vergonzante que hemos mantenido durante años en torno al suicidio ha sido, paradójicamente, una de las principales causas de su propagación.

No basta con excusarse en que el tango y Onetti expresan una idiosincrasia depresiva, como si tuviéramos que hallar consuelo en ello frente a tanto desastre. Es verdad que las grandes obras de arte ponen de manifiesto, en muchas ocasiones, los espíritus torturados e infelices de sus creadores. Pero la diferencia está en que ellos logran trasmutar ese dolor en logros estéticos, en cambio al suicida no le es dada esa válvula de escape.

El chiquilín que se autoelimina ante la incomprensión de sus padres, el deportista que lo hace como reacción al deterioro de su performance, quien llega a esa decisión por un desengaño amoroso o angustia económica, todos tienen en común la percepción errónea de que la muerte es una vía de salida. El dolor es tan insoportable que creen que la única forma de dejar de sentirlo, es renunciando a la vida. Igual que en la eutanasia.

A partir de esa decisión, que puede ser adjetivada de cualquier manera menos como libre, se activan distintas reacciones públicas. Las más de las veces, uno escucha decir que hay que "respetar la voluntad del suicida", como si atentar contra mi vida fuera el resultado de mi propia voluntad y no de lo que es: un estado de desesperación que paraliza toda chance de ejercitar la racionalidad y el libre albedrío.

Sería deseable que como sociedad abandonáramos de una vez el facilismo del hacé la tuya y asumiéramos el compromiso de un humanismo verdadero, auténticamente solidario con la infelicidad del prójimo.

Para eso alcanzaría con abandonar esta despreciable cultura de la muerte, según la cual las personas solo serán valiosas en la medida en que sean productivas. Una utopía que solo se alcanzará con una política educativa y cultural que combata la mercantilización de la vida y fomente los valores espirituales, hoy tan imprescindibles pero tan devaluados.

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