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Capitolio reality show

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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A lo largo de mi vida profesional me he topado en muchas oportunidades con empresarios duros. No solo cultivan fama de antipáticos: la abonan tratando en forma severa a subordinados y proveedores. 

Parten de la idea de que la vida empresarial no es un club de amigos sino todo lo contrario: una selva donde solo gana el más fuerte, y ese es el rol que se adjudican a sí mismos.

Vamos a no hacer referencias locales: alcanza con leer o mirar en cine alguna biografía de Steve Jobs para comprobar lo bien que le fue, siendo en el plano personal tan infumable.

Donald Trump nos dio dos ocasiones de conocer ese modus operandi.

Cuando conducía el programa The apprentice para la cadena NBC, hostigaba de manera terrible a los participantes, empujándolos siempre más allá de sus capacidades para convertirlos en vorazmente competitivos.

Ese programa, que tuvo la friolera de 15 temporadas y 192 capítulos, me resultaba muy interesante porque ponía al descubierto como pocos las luces y sombras del american way of life.

En nuestra cansina llanura suavemente ondulada, nos haría falta mucha de la autoexigencia que estaba en la base de dicha propuesta.

Pero, al mismo tiempo, la competitividad extrema llevaba inevitablemente a una carencia absoluta de solidaridad y, en consecuencia, al riesgo de caer sin más en actitudes abusivas y faltas de ética.

La segunda ocasión que nos dio Donald Trump de atestiguar tal comportamiento fue la del miércoles pasado, en esa toma del Capitolio que devino en un dantesco reality show, con muertos incluidos. Al vociferar su irresponsabilísimo discurso previo, no actuó como el presidente de un país democrático, sino como lo que realmente es: un empresario agresivo, que utiliza hasta el último recurso a su alcance para lograr sus fines corporativos. En su capacitación como político, debe haber faltado a la clase en que se enseña a no convocar asonadas que faciliten un autogolpe de Estado.

Es que el deterioro del sistema democrático no se produce por el mal uso de la libertad de expresión, como pretenden los genios de Twitter y Facebook. Tiene que ver más bien con la banalización del respeto institucional; la errónea creencia de que la actividad política se regula por las mismas leyes que la carrera entre marcas de dentífrico.

Mis hijas me preguntaban en estos días qué sentido tiene que en el Reino Unido exista monarquía y mi intento de respuesta fue justamente ese: es un Estado democrático donde la reina no gobierna, pero se la respeta por lo que representa como símbolo trascendente de la unidad nacional.

Países como Estados Unidos o el nuestro, que hemos superado esas formas anacrónicas de gobierno, deberíamos en cambio trabajar fuerte y claro en la formación cívica de nuestra ciudadanía, como único antídoto contra el cóctel explosivo de líderes prepotentes, fábricas de noticias falsas y hordas de descerebrados a la orden para arrasar con todo.

Esto no se logrará quitando el ojo al sistema educativo y menos aún dejando a los medios de comunicación en las manos exclusivas del mercado. Transmitir valores de respeto a la institucionalidad no genera rating ni vende espacios publicitarios, pero es absolutamente esencial para que, por ejemplo, la democracia otrora ejemplar del planeta no dé otro vergonzante ejemplo de barbarie como el del asalto al Capitolio.

En este mundo del revés donde los Estados se repliegan de su responsabilidad y terminan avalando barbaridades por omisión, aparecen cadenas de televisión que no dudan en cortar el discurso de un presidente, en lugar de limitarse a advertir a la audiencia que sus dichos no tienen asidero. O personajes como Mark Zuckerberg y Jack Dorsey, que se enorgullecen de acallar a un candidato votado por 70 millones de estadounidenses, cerrándole el grifo de Facebook y Twitter respectivamente. La barra los aplaude y son pocos los que se preguntan quién será el próximo censurado y para qué está el Poder Judicial, que es el único democráticamente apto para impedir el derecho a la libertad de expresión, por imbécil o perjudicial que sea lo que se diga.

Lo interesante es que el mismo mercado termina poniendo las cosas en su lugar: Twitter está perdiendo usuarios por toneladas (sus acciones cayeron en picada un 12%) y el rival de WhatsApp, Telegram, creció en más de 25 millones de suscriptores en las últimas 72 horas, hartos de la voracidad comercial del servicio de mensajería propiedad de Facebook.

La moraleja es que la libertad siempre gana la batalla; el verdadero desafío es qué hacer con ella.

Y esto no dependerá de un gerente de noticias que decida cortar un discurso, ni de un empresario que se arrogue el derecho a seleccionar lo que sus clientes podrán leer o no. La clave parece estar en el fortalecimiento de tres sistemas: el educativo y cultural para promover la tolerancia, el de justicia para actuar con eficiente celeridad y el de medios de comunicación, para apostar un poco menos a la estupidez marquetinera.

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