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La cabeza del bufón

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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Hay que empezar por el principio: iniciar una acción legal contra un humorista por disparates que pronuncia el personaje que interpreta es, por decir lo menos, excesivo.

El sonado caso de los riverenses contra Rafael Cotelo me recuerda a un texto teatral del húngaro Gyorgi Tabori titulado "Mein Kampf" (1987, soberbiamente estrenado en Uruguay por Coco Rivero), donde un Hitler juvenil le dice a su compañero de cuarto judío que, si tiene frío, él le puede prender una estufita. El chiste es repugnante, sin duda. Sin embargo, es un caso extremo de humor negro puesto al servicio de una denuncia. Tabori se jugó la vida contra los nazis y con su parodia no pretendió frivolizar el horror del holocausto, sino justamente lo contrario: utilizó el humor como un recurso para comunicar ese espanto en toda su injusta crueldad. La risa no es necesariamente una expresión de alegría o distensión. También puede ser un vehículo eficiente para denunciar lo trágico.

Lo mismo puede decirse del humor agresivo e insultante del colectivo inglés Monty Phyton, en películas como La vida de Brian y El sentido de la vida.

Cito estos ejemplos para defender el uso del humor, no con intencionalidad de burla y menoscabo del prójimo, sino como herramienta de comunicación para decir cosas serias y convencer sobre ellas, incluso más allá de la pueril corrección política.

Aclarado ese punto vale reflexionar sobre el discurso humorístico de Cotelo a través de su personaje Edison Campiglia. En su defensa, su colega Carlos Tanco ha hecho decir a Darwin Desbocatti que el escándalo de este fin de semana demuestra que el trabajo de hacer humor está en problemas. En verdad siempre lo estuvo, desde aquellos bufones medievales que eran decapitados sumariamente por un chiste que no había sido del agrado de su señor. El punto en que discrepo con Tanco -creador a quien admiro- es en la reivindicación de lo que él llama "humor bobo", un humor que parodia la realidad sin otra pretensión que hacer reír: "el humor es bobo, es injusto, caprichoso, prejuicioso, superficial, oportunista y funcional a cualquier sistema", dice. Y es verdad, puede serlo, pero no tiene por qué serlo. Tal vez me encuentre sujeto a un prejuicio generacional, pero siento que la costumbre de hacer un chiste sobre cualquier tema, sin medir hasta qué punto combate o consolida prejuicios, es muy propia de esta tardía posmodernidad rioplatense que todo lo frivoliza, convirtiendo el hacer reír en un fin en sí mismo y no en un medio para incidir en el debate social. Carlos cuestiona, con razón, a los que hacen "chistes con mensaje", pretendiendo que el humor sustituya al sistema educativo. Coincido con esa visión, pero me cuesta mucho aceptar de buen grado su extremo opuesto: el chiste que, amparado en el afán de irreverencia, termina consolidando falsos paradigmas en lugar de ayudar a derribarlos. Es el cambio que se produjo en este país entre el llamado "humor inteligente" del viejo Telecataplum, y el de las cámaras ocultas para mofarse de la inocencia de la gente, que Tinelli y Pergolini instalaron en los años 90, del otro lado del charco.

En suma: cada uno tiene todo el derecho del mundo a expresar el humor que quiere y como quiere. También debe asumir el riesgo de aguantar la reacción de quien, con similar derecho, se siente ofendido.

Un buen camino es el de la autocrítica: analizando si nuestro discurso humorístico aporta al debate de ideas o es un mero buscador de carcajadas promotoras de prejuicios.

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