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Qué bueno sería

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Álvaro Ahunchain
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Es poco habitual que los políticos con elevadas responsabilidades de gobierno hagan declaraciones sobre gestión cultural.

Por eso son preocupantes las palabras del presidente Vázquez de hace unos días, cuando en ocasión de inaugurar una nueva edición de Rondamomo, junto a autoridades de Cutcsa y de las agrupaciones carnavaleras, espetó de pronto: "qué bueno sería que el Teatro de Verano estuviera en manos de Daecpu".

En una actitud que la enaltece, la directora de Cultura de la IM, Mariana Percovich, rebatió la sugerencia presidencial con firmeza: "no estamos planteando que los teatros públicos pasen a manos de privados".

Porque sin considerar la pertinencia o no de que una infraestructura de la importancia del Teatro de Verano sea graciosamente legada a una organización de particulares sin mediar licitación, la opinión del presidente es reveladora de su baja valoración de la responsabilidad del Estado en materia de política cultural. En su alocución, reconoció que por haber sido intendente de Montevideo, sabe "lo que cuesta esa actividad".

Y sí, todo cuesta. El País recuerda en su crónica que el Teatro de Verano es cedido a la organización de los directores de agrupaciones desde 1974, cuando el entonces intendente Rachetti se negó a seguir solventando la fiesta. A valores de hoy, el alquiler del teatro por los 40 días del carnaval, equivaldría a unos 184.000 dólares que se ahorra Daecpu. Y al mismo tiempo, tenemos entendido que el colectivo de los carnavaleros recibe la facturación de ese escenario, integrada con venta de entradas, estática publicitaria de auspiciantes y una plaza de comidas.

La iniciativa de Vázquez no es nueva, y ya había sido rechazada también por el anterior director de Cultura, Héctor Guido. Cualquiera sea nuestro partido o ideología, quienes nos dedicamos a esto somos contestes en que la política cultural no se debe medir solo por sus costos, sino en su potencial para educar y fomentar el espíritu crítico y la sensibilidad estética de los ciudadanos.

A veces, más de uno nos enojamos por el modo como algunas murgas partidizan sus mensajes, en una actitud que deja de ser saludablemente crítica y pasa a ser desembozadamente alcahueta del poder de turno. Pero esa no es la generalidad, y obviando tales desvergüenzas, el carnaval uruguayo sigue siendo una expresión popular genuina. Genuina sí, pero no única. Ni tampoco digna de ser la opción preferente en la política cultural del Estado.

En estos tiempos de sarpullido igualitarista, en que algunos sostienen sesudamente que un ignorante tiene "derecho" a no estudiar, se incurre en la falacia de valorar todas las expresiones culturales por igual. El que ose jerarquizarlas, suele ser tildado de aristócrata.

Pero los montevideanos sí tenemos derecho a ver en uno de nuestros teatros públicos algo más que parodias y murgas. La gestión cultural del Estado es una plataforma adecuada, no para contratar amigos políticos, sino para cumplir a cabalidad una misión de difusión que no pase por los gustos mayoritarios sino por la calidad estética. Y esta evidencia podría relativizarse en un contexto social bien educado, donde el reclamo de calidad sea espontáneamente realizado por la mayoría. Pero sabemos que el Uruguay de los últimos años se aleja cada vez más de esa realidad.

Parafraseando al propio Vázquez, qué bueno sería tener un presidente que lo entendiera.

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