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British go home

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Álvaro Ahunchain
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No sorprende a nadie que dirigentes y militantes oficialistas se mofen de algunos precandidatos opositores, por haber cometido el pecado de estudiar en el British.

Está claro que ser exalumno de un colegio caro o estar en una posición económica privilegiada no constituye un mérito a la hora de dedicarse a la política. Pero tampoco es un demérito. Salvo, claro está, para aquellos que siguen aferrados a la superchería de la lucha de clases, y suponen que un político, siendo rico, automáticamente gobernará para sí mismo y perjudicará a los pobres. Razonamiento simplista si los hay, porque nadie que se dedique a esa actividad va a querer ponerse en contra a la mayoría de la ciudadanía. Pero ya sabemos que el pensamiento binario yorugua da para todo, siempre dentro del molde prejuicioso de su viejo marxismo de tienda de saldos.

Lo verdaderamente grave es que esa crítica discriminatoria también proviene, cada vez con más frecuencia, de voces opositoras.

Lo dicen con un tono de derrotista resignación: Fulano o Mengano fueron al British, nunca van a llegar a las masas. La frase se repite con la contundencia de un axioma, y cabe preguntarse por qué aceptamos su veracidad y le damos el estatus de irrefutable.

La razón es muy simple: el prejuicio clasista quedó incorporado a nuestra cultura, después de décadas de siembra intelectual de desprecio.

Se cuenta que John Lasseter, el fundador de los estudios Pixar, se hizo multimillonario con su primer éxito cinematográfico, Toy Story. Sin embargo, seguía llegando a trabajar en una camioneta vieja y destartalada, ajeno a la supuesta obligación de aparentar con un auto de lujo. El dato curioso de la anécdota fue que sus subordinados le encarecieron que adquiriera un vehículo de alta gama. ¿Por qué? Sencillamente porque querían ver en él un modelo a imitar. Necesitaban visualizar el éxito de su jefe, como una proyección de lo que ellos anhelaban para su propio futuro profesional. Qué distinta mentalidad, ¿no?

Esa es la gran batalla cultural ganada en nuestro país por el pensamiento pobrista. Tener éxito material no tiene por qué ser el norte de nuestra vida, pero tampoco debería ser motivo de vergüenza o escarnio.

¿Esto significa que nuestra autodenominada izquierda es más espiritual y desapegada de los logros materiales? ¡Tampoco! Porque cuando tienen que destacar la gestión de los últimos gobiernos, no se cansan de recordar los récords en la venta de autos cero kilómetro, los atascos en los peajes esteños de quienes salen a vacacionar, los restaurantes completos y el alto consumo navideño, que según el intendente montevideano, fue el causante de los contenedores de basura desbordados.

De la boca para afuera, somos todos defensores de la austeridad, pero al mismo tiempo construimos y consolidamos una sociedad consumista.

Esa evidencia cimenta cada tragedia que sufrimos en el día a día: desde el político que compra caprichitos con su tarjeta corporativa o concede un buen salario a su futura nuera, hasta el rapiñero que mata a una muchacha por la espalda. Estamos lejos, lejísimo de una mística del respeto, la solidaridad y el cultivo de valores humanistas. Entronizamos el tanto tienes, tanto vales.

Pero eso no impide que remojemos cada tanto nuestra conciencia, condenando al que progresa por sus propios méritos o los de su familia. A ese le damos con todo. Y así nos va.

Extraño doble rasero de la moralina nacional.

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