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En el barro de la anomia

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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Ocurrió en la ciudad de San Carlos. Uno tenía 18 años, el otro 20.

Aparentemente se desafiaron a un “gallo ciego”, un juego que los enfrentaría en sendas motos, a toda velocidad, y que declararía vencedor a aquel que primero eludiera la colisión. Había público alentándolos. También se especula con que no faltaban apuestas en dinero.

Ninguno de los dos quiso evitar la colisión.

Se mataron.

Las cámaras de seguridad registran que en ese momento, en lugar de atinar a socorrerlos, el público huye del lugar.

Ahora nos enteramos que este tipo de eventos no son excepcionales.

Integran el menú de entretenimientos de algunos jóvenes urbanos, tanto del interior como de Montevideo, afectos por igual al peligro y a una supuesta mitología del arrojo personal.

Explican que en julio del año pasado, una señora de 51 años haya muerto arrollada por irresponsables que jugaban picadas en Colonia, y en setiembre, un chiquilín de 19 haya sido ultimado por la misma causa, mientras cruzaba la rambla montevideana de Pocitos.

Sobran radares y falta prevención. Y más grave aún es que sigamos siendo testigos indolentes de esa compulsión homicida y suicida, de chiquilines criados en un país pacífico y democrático como el nuestro.

Son las dos caras de la convivencia en la que continuamos fallando: la educación para el ejercicio de la ciudadanía responsable y la represión del delito.

Ayer escuché en radio Oriental al prosecretario de la Intendencia capitalina, Cristian Di Candia, decir que deberían buscarse zonas donde los uruguayos que gustan de las picadas puedan practicarlas, como si tuvieran derecho a realizar una actividad peligrosísima para sí y para los demás.

Espero haber escuchado mal, ojalá este jerarca desmienta lo que interpreté de sus dichos. ¿Hasta dónde vamos a llevar el relativismo ético y social?

¿Somos conscientes de nuestro vergonzante récord de suicidios y muertes por violencia doméstica?

¿Estamos procurando algo realmente efectivo para evitar estas tragedias o nos limitamos a lamentarlas de la boca para afuera?

El año pasado, las autoridades informaban que en 2016 se suicidaron 715 compatriotas, y en 2017, 686. Ostentamos una de las tasas de autoeliminación más altas de América Latina. Y a esto se agregan las víctimas de los juegos siniestros como ese “gallo ciego” y las picadas, que implican conductas suicidas, del mismo modo que los cobardes femicidios, acompañados de la autoeliminación del victimario, delatan también una furibunda negación de la vida.

Como una broma de mal gusto, cada vez que se anuncian estas cifras, aparecen voces relativizando su gravedad. He leído y escuchado a profesionales de la salud asegurar que los altos índices se explican porque Uruguay recopila los casos en forma exhaustiva, a diferencia de otros países, donde se registran las muertes sin especificar sus causas. Infeliz consuelo. Pueril intento de convertir vergüenza en satisfacción: en lugar de lamentar que se maten casi dos uruguayos por día, ¿tenemos que vanagloriarnos de la prolijidad con que registramos la estadística?

Estas prácticas violentas que se contraponen con el aparente conservadurismo de nuestra penillanura, tal vez reflejen ciertos atavismos que están en nuestra idiosincrasia. Pienso en la impronta sanguinaria que viene del origen de nuestra historia, en guerras fratricidas que pautaron nuestra “tierra purpúrea”. Pienso en la delirante gesta tupamara, picadora de inocente carne joven. En las torturas, violaciones y desapariciones forzadas cometidas al amparo de la dictadura militar. En el ascenso de las bandas de narcos que pelean por territorio a los balazos.

Y no puedo dejar de pensar también en las otras violencias, donde no corre sangre pero se destruye la república. La horda de opinantes anónimos que degrada el debate político desde las redes sociales y los foros de internet, a veces como oficio rentado y otras, por el puro placer de herir y degradar.

Los grupúsculos ultras que salen a desmadrar la convivencia allí donde intuyen que pueden ensayar su revolución de matiné, apedreando una vidriera, grafiteando una obra del parque de esculturas o tirando bombas de pintura sobre la fachada de un templo religioso.

Destrucción y autodestrucción, crimen y suicidio, sadismo y autocastigo, todo vale para quienes se enchastran en el barro de la anomia.
Mientras tanto, quienes deberíamos bajar la pelota al piso parece que estuviéramos ocupados en otras cosas. Un comunicador de renombre, un buen tipo que ejerce intensa influencia en twitter, publicó a raíz del vandalismo a la Iglesia del Cordón: “Bombas de pintura en una pared versus asesinato, violencia física y psicológica, años de discriminación y desigualdad. Cada uno elige con qué indignarse”.

La falacia de falsa oposición está explicada en cualquier manual básico. Incluso puede googlearse en unos pocos segundos. Si quienes ejercemos influencia intelectual hacemos gala de semejante pensamiento binario, ¿qué queda para los que andan armados?

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