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Álvaro Ahunchain
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En la inefable batalla de las tarjetas corporativas, a ver quién gastó más y quién devuelve, una noticia grave está pasando desapercibida.

Según informa El País, el proyecto de ley para personas trans a estudio del Parlamento habilita, entre otras cosas, al cambio de sexo a menores de edad sin el consentimiento de sus padres. En el artículo cinco se establece esa potestad, "conforme al derecho al libre desarrollo personal consagrado en el Código de la Niñez y la Adolescencia".

Para los promotores de la ley, el mismo menor a quien está vedado votar o casarse, conducir un auto o ver una película de Peter Greenaway, es libre de tomar por sí mismo una decisión irreversible como esa.

El lunes 22, el endocrinólogo estadounidense Paul Hruz dictó en el auditorio del SMU una conferencia sobre "Enfoque terapéutico de niños con disforia de género", definiendo la identificación de un menor con un sexo diferente al biológico como una patología psiquiátrica que debe ser tratada.

Era de esperar: se levantó polvareda. La directiva del SMU deslindó responsabilidad del acto. El docente de la Facultad de Medicina Daniel Márquez advirtió que "la identidad de género no debe ser patologizada". Y no faltaron los escraches frente a la sede gremial, calificando al especialista invitado como un esbirro de Donald Trump y con un insulto aún más infamante: "católico".

Según La diaria, la activista Delfina Martínez equiparó este "prejuicio" de la medicina con la demonización de la Iglesia: "Me parece que hay una conexión entre las dos cosas, porque el poder médico es blanco y heterosexual" (sic).

Desde mi vergonzante condición de blanco y heterosexual (no médico, pero agnóstico, gracias a Dios), debo aclarar que no tengo elementos para validar o no la disforia de género y me limito a asistir al debate entre los expertos como quien mira un partido de tenis. Pero lo que me parece obvio desde todo punto de vista, es que dar soporte legal a que un menor de edad pueda tomar tamaña decisión sobre su propio cuerpo es el disparate más grande que he escuchado en mucho tiempo.

Llama la atención la tibieza con que el sistema político se está pronunciando al respecto. Según la nota de El País, los senadores oficialistas Marcos Otheguy y Mónica Xavier entienden que deben "escuchar a los expertos que tienen diferentes visiones". El senador colorado Germán Coutinho fue tajante en el rechazo a la medida, pero admitió que a nivel partidario no hay posición tomada.

Tal vez la cautela con que se maneja el asunto tenga que ver con el pánico a la incorrección política: quien ose negar a un niño la libertad para cambiar sus genitales e inyectarse hormonas, será tildado de discriminador, homófobo y fascista.

Todos reconocemos que el colectivo LGTB ha padecido una terrible e injusta discriminación a lo largo de décadas, pero de ahí a no atrevernos a decir fuerte y claro que una decisión así no debe tomarse en la inmadurez natural de la minoridad, hay un gran trecho.

Una cosa es respetar los derechos de todos, cualquiera sea su orientación sexual e identidad de género. Otra muy distinta es legislar irresponsablemente, jugando a Mengele.

En los países occidentales más desarrollados, estas legislaciones permisivas están ayudando a posicionar el cambio de sexo entre los más jóvenes como una moda. Educarlos para que sean mejores personas, más cultas y críticas ¿dejó de ser prioritario? ¿Por qué será?

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