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Almendros amargos

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Este Estado próspero de un país pobre, que gasta más de 80 millones de dólares en construir un lujoso estadio cerrado y lo inaugura un año antes de las elecciones, no invierte 50 mil pesos por mes para mantener un centro cultural destinado a los reclusos del ex Comcar.

“El Almendro” es un emprendimiento de voluntariado iniciado en abril del año pasado por la docente Rocío Morales, que desde el año anterior daba clases de literatura en ese centro penitenciario.

En un texto tan breve como cargado de significado que publican en su fanpage de Facebook, aclaran que “todos y cada uno de nosotros lo hacemos por vocación; porque nos nace de lo más profundo de nuestro ser; porque creemos que todos merecemos una segunda oportunidad, porque tenemos fe en el ser humano y en que todo puede cambiar”.

Anteayer, con la presencia de un centenar de privados de libertad, este proyecto de rehabilitación a partir de la cultura y la capacitación para la inserción laboral llegó a su fin. Según relata la periodista Natalia Gold de El Observador, trece reclusos presentaron una obra de teatro a modo de despedida, a la que asistió el Comisionado Parlamentario para el Sistema Carcelario, Juan Miguel Petit, uno de los firmes defensores del emprendimiento. ¿Por qué cierra El Almendro? Por razones más simples de lo que uno imagina: “La mayoría de sus 14 profesores dejaron de ir porque no podían costearse el traslado. A una la despidieron del trabajo y no pudo seguir pagando los boletos pa- ra ir a Santiago Vázquez”. Otro “se cansó de pagar para ir y tener que volverse sin poder dar clase, porque no lo dejaban pasar”.

Una vez escuché decir al rector de la universidad ORT y columnista de El País Jorge Grünberg, que lo único que diferencia a los países desarrollados de los subdesarrollados es que en los primeros la gente común asume la actividad de voluntariado no como una opción, sino como una obligación personal.

Aquí se ha llegado al extremo de desconfiar de esa práctica, no sea cosa que se use como pantalla para escapar de la voracidad recaudadora del Estado.

Si uno mira hacia atrás, no es la primera vez que el gobierno da la espalda a las organizaciones de la sociedad civil que se vuelcan en forma generosa y desinteresada al beneficio comunitario. Hace algún tiempo se privó de recursos mínimos a la oenegé Último Recurso, y se la sustituyó por un servicio estatal.

En el plano cultural, recuerdo también que hace unos años, el MEC se hizo cargo de la gestión del Museo Zorrilla, no sin antes agradecer gentilmente a la comisión honoraria que lo había hecho desde su apertura.

No queda muy claro si los gobernantes creen que ellos siempre lo harán mejor que los particulares o si desean ampliar su área de influencia, por un prurito mesiánico, u otro algo más pedestre de tener más puestos públicos que ofrecer a sus huestes.

Lo cierto es que suelen no cejar en su intento de privar a la sociedad civil de los aportes que esta realiza a muy inferior costo, desalentando proporcionalmente las iniciativas solidarias, tan imprescindibles en esta sociedad fragmentada, tan bienvenidas en esta sociedad consumista.

Habría que indagar qué pasa por las cabezas de quienes combaten la solidaridad espontánea y postulan también en esto el monopolio del Estado.

En lugar de alentar, respaldar al que decide donar su tiempo y esfuerzo para ayudar al prójimo, lo miran con desconfianza o con desprecio.

Para ellos, el Estado no es la palanca que estimula buenas acciones individuales y sociales, sino la abeja reina que todos estamos obligados a alimentar, para asegurar la supervivencia de la especie.

Por eso analizan el trabajo voluntario como una evasión impositiva encubierta, a pesar de que lo justifican en los emprendimientos apadrinados por el mismo Estado, como hicieron con Envidrio.

Cuánto más fácil sería construir una política educativa y cultural no en contra sino a favor de esas iniciativas solidarias particulares, potenciándolas, generando sinergias entre proyectos que surjan más de la sociedad civil que de estos mesías planificadores, cebados por sueldos y prebendas.

Cuánto más útil sería confiar de una vez en la fuerza arrolladora de la gente buena, que cultiva la solidaridad y la utopía como un compromiso vital y no como un pueril eslogan de campaña.

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