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El algoritmo adormecedor

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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Hace unos años, en un Desachate, un conferencista extranjero me sorprendió con un dato que entonces desconocía: los resultados de las búsquedas de Google variaban radicalmente de acuerdo con quién las efectuara.

El experto mostró cómo cuando una persona escribía “Egipto” en el buscador, la primera plancha de resultados era sobre las pirámides y los hallazgos arqueológicos, y cuando otra persona hacía lo mismo, privilegiaba noticias sobre la primavera árabe y la caída de Mubarak.

Tiempo después conocí el porqué de esa rareza. Como la información acumulada por las redes sociales es tan vasta, quienes las gestionan han creado algoritmos que permiten personalizar los contenidos de acuerdo con el interés del usuario y su “engagement”. La red social toma nota de mis gustos, de qué información cliqueo, qué temas frecuento, qué videos miro y a qué seguidores elijo en forma preferencial. Entonces selecciona para mí esos contenidos, haciéndomelos llegar en forma jerarquizada. Lo mismo pasa con Facebook, Instagram, Youtube y demás.

Con esa aversión algo paleolítica que muchos teatreros tenemos hacia los avances tecnológicos, parodié el tema en una obrita que presenté en una ceremonia de premios Florencio, haciendo decir a un personaje adicto a internet: “esta máquina es bárbara. Entrás al sitio web del museo del Louvre, te ponés a mirar pinturas y, si te detenés más tiempo de lo normal en los cuadros con mujeres desnudas, automáticamente te coloca un banner para que entres a la revista Playboy”.

Sin llegar a ese extremo, lo cierto es que los buscadores y las redes tienden algorítmicamente a acortarnos el camino de acceso a nuestros contenidos favoritos, sean cuales sean. Y su intención no es benéfica sino puramente comercial: en la medida que delimiten un campo de interés del usuario, están integrándolo a un segmento preciso del público al cual dirigir mensajes publicitarios.

Al mercado no le sirve como consumidor un hombre renacentista, que disfrute por igual de la ciencia, el arte, el deporte, la moda y la política. Lo que necesita es generar “nichos” de personas a las que identificar para dedicarles anuncios. La primera impresión que da este avance tecnológico es positiva: ¿qué mejor que contar con un medio de comunicación que me permita profundizar en lo que a mí me interese y depure todo el resto? Pero se reaviva el viejo conflicto entre cultura general y especializada. ¿Acaso no es importante que un político se entere de que existe una obra de Lope de Vega llamada Fuenteovejuna, que trata de la rebelión ciudadana ante los desbordes del poder? ¿No es bueno para un chiquilín que ama la cumbia villera, escuchar alguna vez el Réquiem de Mozart? El sobre-estímulo de contenidos ya conocidos, ¿acaso no levanta barreras para la valoración de otros nuevos?

Este perfilismo radical, cuando se aplica al marketing político, permite aberraciones tales como las denunciadas en las últimas elecciones norteamericanas: se hacía llegar en forma personalizada mensajes del candidato Trump con determinadas promesas que, de unos destinatarios a otros, podían llegar hasta ser contradictorias.

Los comandos digitales de algunos sectores políticos uruguayos manejan todos los protocolos de las redes y los usan a su beneficio, a veces en el límite de la ética o ya pasándose abiertamente para el otro lado. Conozco el caso de una candidata a diputada del Partido Colorado que está publicando videos de opinión y recibe en Facebook una catarata imparable de insultos. Algunos de los trolls que se ensañan con ella postean hasta diez comentarios agraviantes distintos. El resultado es que a cada nuevo video de la candidata, Facebook se toma más tiempo en aprobarlo, por temor a que contenga mensajes ofensivos que ameriten tanta virulencia de los usuarios. Entonces cabe preguntarse hasta qué punto la proliferación de comentarios hirientes no es una estrategia competidora, no solo para desacreditar a la mujer discrepante, sino incluso para entorpecer la libre publicación de sus ideas.

Cuando la tecnología incide de ese modo, uno se pregunta si la sobrecomunicación no nos conduce, contradictoriamente, a una nueva Edad Media. Todo se dice y nada se comunica. Se encapsula intencionadamente a las conciencias en sus respectivas zonas de confort, para que la síntesis de ideas deje de ser viable y el debate se transforme en griterío de barrabravas.

El castigado gobierno de Macron promueve un bono cultural que habilita a los jóvenes a consumir cultura en forma gratuita, ya sea en forma de cursos y talleres, como de acceso a espectáculos y libros. La variada oferta está publicada en un app que los muchachos descargan en sus celulares. Lo interesante que hicieron los franceses fue crear, para dicha app, un algoritmo contradictorio con el de las redes: en lugar de acercar al joven ofertas culturales similares a las que él siempre elige, hacen lo contrario, lo exponen a lo que no conoce. Expanden la aventura del conocimiento en lugar de restringirla. Tal vez por una vía como esta, volvamos a vivir un Renacimiento.

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