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El goce robado (I)

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ALEJANDRO LAFLUF
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El populismo de nuestro tiempo pretende demoler los fundamentos de la democracia liberal. Ese ataque, sin embargo, no es su causa sino su más directa y trágica consecuencia.

El ataque a la República (encarnada simbólicamente en el Parlamento) está precedido siempre por la degradación de la propia política que, al articularse de un modo “populista”, conduce a la división y a la polarización, primero, y al caos y a la barbarie, después; eliminando de plano los parlamentos o convirtiéndolos en meros instrumentos al servicio del ejecutivo.

El ataque al Capitolio, perpetrado la semana pasada, se inscribe en una larga lista de hechos antidemocráticos llevados a cabo por diferentes movimientos populistas, de la mano de sus líderes, a lo largo y ancho del planeta. La del populismo, es una vieja historia, que tiene ya casi más de un siglo y que se conecta directamente con la irrupción de las masas en la política (el populismo siempre ha sido un fenómeno de masas).

Ahora bien, la cuestión que me interesa contestar, para no sobreabundar en diagnósticos por todos conocidos, es la siguiente: ¿cuál es la causa última del populismo contemporáneo? ¿Por qué tanto la izquierda como la derecha han adoptado actualmente una modalidad populista en el ejercicio de la política, que termina siendo exitosa sin importar el signo ideológico?

Antes de responder es necesario ver primero la diferencia entre el viejo y el nuevo populismo pues si bien es cierto que todo populismo busca el poder esta búsqueda se articula de modo diferente en el pasado.

El viejo populismo giraba en torno al Estado y estaba signado por el eje libertad- igualdad.

El viejo populismo de derecha sabía que “sin el estado” podía apropiarse del poder y organizar el reino de los lobos. El viejo populismo de izquierda pretendía por el contrario quedarse “con el Estado” para apropiarse del poder y organizar el reino del león. Ambos sabían perfectamente que poder es sinónimo de organización -como dice Arendt- por lo tanto ambos conocían la importancia del poder del Estado. “Sin el Estado” se elimina la principal organización que puede impedir el reino de los lobos. “Con el Estado” el león sabe que puede asegurarse su imperio. Eliminar el Estado o apropiarse del Estado era la consigna de fondo del viejo populismo de derecha y de izquierda respectivamente.

Esta consigna también era un imperativo del propio discurso populista. (No hay populismo sin legitimación). Así, el viejo populismo de izquierda necesitaba apropiarse del estado para poder cumplir con su promesa de igualdad, y el viejo populismo de derecha para poder cumplir con su promesa de libertad. Por supuesto en ambos casos se trataba de una coartada ideológica que le permitía a ambos apropiarse del estado -muchas veces en forma violenta- en nombre de la igualdad o de la libertad. Garantizando algo fundamental para cualquier forma de populismo: que no exista mediación política entre el pueblo y el gobierno.

El populismo contemporáneo sigue manteniendo la misma pretensión de poder y sigue siendo tan antidemocrático como su antecesor, pero su discurso y su estrategia han cambiado. Es importante entender cómo opera este nuevo populismo para poder anticiparnos y cerrarle el paso a tiempo a las tentaciones autoritarias que, como una suerte de caballo de troya, lleva en su seno.

Es este autoritarismo solapado el que las masas no advierten sino cuando ya es demasiado tarde. Por eso si bien es grave el ataque al parlamento no lo es menos que la propia política se articule de modo populista. Es esta articulación la que hay que prevenir pues en ella está el germen del autoritarismo que más tarde mostrará su verdadero rostro. Si no desarticulamos este problema no vamos a deshacer la amenaza que supone el populismo para la democracia.

La política se articula de modo populista cuando se apoya en mayorías circunstanciales y gobierna exclusivamente para ellas y no para el conjunto de la nación. Una política así genera siempre leyes de baja calidad. El populismo no dialoga. Ese es el punto. Y por eso degrada la política aunque el parlamento permanezca inatacado.

La política populista está interesada en sus “fans” no en los ciudadanos. Le obsesiona construir “su” mayoría, y al despreocuparse de la ciudadanía, no advierte el callejón sin salida en el que se está metiendo. Los fans imaginan ingenuamente que nada pasará. Suponen que la política puede ignorar olímpicamente a grandes sectores de la población y que ello no comportará ningún riesgo para la democracia. Que llegado el caso, el movimiento o el líder populista los protegerá, sin advertir que solo la inclusión política y discursiva de esas minorías ignoradas, es lo único que puede ponernos a salvo a todos de los abusos del poder.

Esto es lo que sabían los liberales y por eso son los padres de la democracia moderna. Porque entendieron perfectamente en qué consistía su esencia. Por eso no atendieron a lo que querían las masas sino a lo que las masas no podían hacer. Había una columna vertebral institucional, más importante que la necesidad, de cuya fortaleza dependía la vigencia de todo el sistema. Los liberales organizaron la democracia pensando a un mismo tiempo las necesidades del pueblo y los abusos del poder. ¿Por qué? Porque si el abuso de poder se prevenía, las necesidades de un pueblo en democracia, tarde o temprano, encontrarían su camino y su respuesta. Pero si el abuso de poder no se prevenía, entonces no habría ninguna necesidad - por más urgente, importante o popular que ésta fuera - que salvara a la democracia; pues al Poder jamás le ha importado el pueblo y sus necesidades.

Si no desarticulamos el ejercicio populista de la política nos exponemos a la tentación autoritaria. La pregunta entonces vuelve ¿por qué la política se articula actualmente de modo populista y tiene éxito sin importar el signo ideológico? La respuesta, mi estimado lector, se encuentra en el goce robado. El goce robado es el fundamento último sobre el que descansa el populismo contemporáneo. Por eso es importante entender cómo funciona este mecanismo ideológico para poder desmontarlo a tiempo y evitar que la política se degrade y la democracia se destruya. A ello nos abocaremos en la segunda parte de este artículo.

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