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Bomberos que incendian

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ALBERTO BENEGAS LYNCH
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En varias oportunidades he mostrado el estrecho correlato de una de las obras de Ray Bradbury con lo que sucede con muchos gobiernos. 

Se trata de Fahrenheit 451 donde los bomberos en lugar de apagar incendios los provocan, del mismo modo en no pocos casos los aparatos estatales encargados de velar por los derechos de las personas, los conculcan.

La mencionada novela trata de un bombero que, de acuerdo con las directivas del departamento respectivo estaba dedicado a quemar libros. He aquí el paralelo: en demasiados lados hoy los gobiernos se han convertido en tremendos esperpentos que aniquilan a quienes están supuestos de amparar en sus derechos que son anteriores y superiores a la misma existencia de los aparatos estatales.

Como las manipulaciones monetarias no alcanzan y los impuestos están siempre en el límite resulta que la decisión es endeudar a los ciudadanos, es decir, vivir de ingresos futuros.

En la primera línea del primer capítulo del referido libro de Bradbury se lee que “Era un placer quemar”. La mujer del bombero representa a las mil maravillas el atolondramiento de la sociedad moderna con una radio conectada a sus oídos a través de una extensión (hoy diríamos auriculares) en los que permanentemente se deja invadir por otras voces porque no existe la propia en una manifestación de autismo superlativo que solo interrumpe para presenciar frivolidades televisivas y quien requiere de dosis crecientes de pastillas para dormir en el contexto de un matrimonio gélido y, por ende, inexistente.

Se consigna en el libro el siguiente razonamiento: “Usted debe entender que nuestra civilización es tan vasta que no podemos contar con minorías disconformes y agitadoras […] ¿Qué quieren en este país antes que nada? […] ¿No los mantenemos en movimiento? ¿No les ofrecemos entretenimientos? Es eso por lo que vivimos”. Este es el discurso de los autoritarios que ansían poder a costa de la gente. En esta línea argumental, nos dice el narrador de Bradbury que nada más peligroso que el conocimiento. De allí la quema de libros que se ha sucedido literal o figurativamente en distintos momentos de la historia. Las censuras y los controles a las actividades lícitas son las características centrales de los nacionalsocialismos, los comunismos y toda la caterva de imitadores estatistas.

El hecho es que el bombero en cuestión queda muy impresionado con que la dueña de una biblioteca opta por dejarse envolver en las llamas junto a sus libros. También le taladra la cabeza el recapitular sobre lo que le escuchó decir a su jefe respecto al titular de una biblioteca: “lo arrastraron al asilo gritando” ya que “cualquier hombre que considera que puede engañar al gobierno está insano”.

En esta historia truculenta, el incendiario, luego de diez años de quemar testimonios de la humanidad, se encuentra con una joven que lo deja meditando con solo dos preguntas que lo perturban y lo dejan confundido: “¿nunca ha leído algunos de los libros que incendia?” a lo que el bombero, fruto de un exacerbado servilismo, instintivamente exclama “¡eso es contra la ley!”. La segunda pregunta de la joven lo termina por desconcertar, un interrogante con apariencia de inocencia: “¿es usted feliz?” y, finalmente, la interlocutora advierte que el olor a kerosene con que se agitan las llamas no se elimina fácilmente del alma de los biblioclastas.

En otro de los encuentros la joven enfatiza dos aspectos adicionales de la vida que también dejan inquieto al bombero. En primer lugar el valor del pensamiento que se alimenta con la lectura y, en segundo término, la errada noción de las actividades sociales que se considera que muchas veces existen y se alimentan con el solo retumbar del tartamudeo de lugares comunes en lugar del fecundo intercambio de reflexiones y cuestionamientos que nacen de la curiosidad por el conocimiento.

Otras dos reuniones son decisivas para el cambio de actitud de uno de los asesinos de la memoria: un exprofesor que juiciosamente elabora sobre la trascendencia de los libros como la sangre vital de la cultura. Asimismo, le impresiona el esfuerzo de una asociación literaria cuyos integrantes memorizan los contenidos de los libros antes que los extermine el fuego de modo inmisericorde.

Todo esto hace recapacitar al personaje de la obra, quien finalmente comienza a leer libros y a guardarlos secretamente en su casa por lo que es denunciado. A diferencia de otras conocidas novelas donde queda plasmado el espíritu autoritario, esta termina con el resurgimiento del individuo frente a la tropa colectivista e indiferenciada. Es de gran importancia percatarse de los peligros que pone de manifiesto Bradbury en este magnífico trabajo que constituye una señal de alarma para lo que viene ocurriendo de un tiempo a esta parte. Es de esperar que también los pasos que viene dando la humanidad tengan un desenvolvimiento feliz como ocurre en esta suculenta novela.

En última instancia, la censura procede de un grave complejo de inferioridad. La participación estatal en los negocios del papel, las pretendidas interferencias en Internet y en las redes, las agencias estatales de noticias, el sistema de concesiones gubernamentales del espectro electromagnético, las cargas fiscales a libros importados, las trasnochadas figuras como las del “desacato” y similares son todos pasos en dirección al estrangulamiento de la libertad.

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