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Ahí viene la plaga

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MARTÍN AGUIRRE
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La ministra Muñoz no deja a nadie indiferente. Lo mismo te baila arriba de una mesa que se enfrenta con lo más áspero del sindicalismo nacional.

Sus dichos hace unos días levantaron polvareda, al afirmar que los grupos evangélicos son u201cuna plaga que aumentau201d y que u201cnos pisan los talonesu201d. ¡Hay que ser guapo para pisarle los talones a Muñoz!

Más allá del humor, sus palabras son perturbadoras. Decir que alguien es una u201cplagau201d, significa que hay vía libre para eliminarlo. Nada menos.

Pero Muñoz no hace más que reflejar una obsesión del Frente Amplio y sus núcleos intelectuales con este supuesto crecimiento de los grupos evangélicos, parte de una obsesión más amplia con todo lo que tiene que ver con la religión. Y que para alguien como el autor, sin un bautizado en cuatro generaciones, resulta tan llamativa como incomprensible.

Si usted lee la prensa afín al gobierno, le habrá sorprendido el nivel de protagonismo que tiene, por ejemplo, el diputado Dastugue. A esta altura, le pelea en centímetros al propio Mujica. Un conflicto judicial ínfimo por el pago de unas impresiones de listas, que lo involucra junto a la senadora Alonso, ha sido elevado a la categoría de Watergate. Y la creación de una esmirriada u201cbancada evangélicau201d ha merecido más indignación que el caso Ancap.

Por supuesto que a partir del triunfo de Bolsonaro, la histeria ha escalado a niveles superiores.

Pero sería injusto atribuir esto a un odio especial por los evangélicos. Toda la polémica sobre la estatua de la Virgen y el tono del debate sobre el aborto revelan que la obsesión se extiende a cualquier forma de religión. Tal vez con la excepción del umbandismo, ya que cuando hubo una diputada del MPP que promovía esa fe, no generaba la misma alergia.

Pero al debatir sobre el aborto o la u201cley transu201d, era imposible plantear algún pero ante los textos sin que sus defensores le endilgaran al atrevido alguna conexión oscura con el Vaticano o el pastor Márquez. Llegaba a ser divertido observar cómo reaccionaban algunos impulsores de estos proyectos al informarles que quien los cuestionaba era tan o más agnóstico que ellos, ya que entraban como en un loop de indignación sin saber para dónde atacar.

Ahora bien, esta obsesión contra toda forma de religión podría comprenderse en cualquier país del mundo, menos en Uruguay. Un repaso histórico muestra que la religión tuvo mínima influencia en el país. Y en 1861 se produce el primer acto de separación de la Iglesia y el Estado, cuando Bernardo Berro seculariza los cementerios. Sí, Bernardo Berro, un blanco, y casi medio siglo antes de que Batlle hiciera nada al respecto. De hecho la revolución colorada de Venancio Flores contra Berro, impulsada por Argentina y Brasil se bautizó como una u201ccruzadau201d.

La realidad es que Uruguay ha sido uno de los países más seculares del mundo desde sus inicios por lo cual esta paranoia antirreligiosa solo parece tener dos explicaciones posibles: o se trata de que sus cultores replican discursos importados de las izquierdas de España o Francia, donde este debate tiene algún sentido. O de encontrar un demonio externo al que enfrentar justifique galvanizar las divisiones internas propias.

Hay quien dice que el hecho de que Uruguay sea un país laico y abierto se debe a que mantiene políticas así de agresivas en contra de toda forma religiosa, y que cualquier descuido nos convertirá en un nuevo Brasil. Un comentario que refleja mucha inseguridad y que no parece conocer demasiado de nuestra historia y realidad social actual. Donde los evangélicos son menos del 10% de la población. Y quienes se definen católicos rozan el 40%, de los cuales la mayoría solo pisan una iglesia para casarse y tener la foto.

Particularmente revelador resulta cuando quienes agitan el cuco religioso se indignan porque las iglesias trabajan en las zonas más humildes, como si el país pudiera darse el lujo de despreciar cualquier apoyo en la lucha contra la miseria y la exclusión. Esto muestra el enfoque elitista de buena parte del oficialismo, que pone a los pobres como eje de sus desvelos, pero en el fondo los cree tan poca cosa como para vender su alma a cambio de un mendrugo o una promesa hueca.

Dicho todo esto, hay dos cosas que preocupan todavía más de este furor antirreligioso actual, incluso a alguien que no cultiva su fe en ninguna iglesia. Primero la soberbia, ya que al menos en la experiencia del autor el agnosticismo es un camino ingrato y lleno de preguntas sin respuestas. No da para sacar pecho. Y segundo el fanatismo. Si usted quiere opinar e intercambiar ideas con libertad e independencia en el Uruguay de hoy, son mucho más amenazantes y dogmáticos los mismos que se erigen como defensores de la laicidad, que ninguna autoridad religiosa local. Al menos a oídos del autor, nunca llegó todavía que ni Sturla ni Dastugue acusaran de plaga a nadie.

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