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Juan Martín Posadas
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El tema de mi artículo de la semana pasada es complejo y requiere un poco más de pista. En él me referí a la conveniencia de que los dirigentes partidarios que, anticipando un cambio de titularidad en el gobierno, hablan de los asuntos que deberían ser acordados desde ya, no se queden en los cuatro o cinco campos siempre mencionados —seguridad, educación, salud, etc.— sino que deberían incluir en esa lista la reparación de la fractura del país y la búsqueda de estrategias para incorporar al Frente Amplio en la lealtad institucional (y aún en participación en el gobierno). En un país dividido no existe arreglo firme ni para la educación ni para la seguridad ni para nada sin una política de inclusión. Hasta aquí lo del domingo pasado.

Esta integración necesaria presenta serias dificultades, tanto de comprensión (¿por qué es necesaria?) como de eventual ejecución. Una de esas dificultades radica en la indignación de muchos ciudadanos hacia la actitud del Frente Amplio, atentos a la larga lista de barbaridades perpetradas o autorizadas por ese conglomerado político. Yo estoy entre esos ciudadanos. Pero es menester privilegiar el discernimiento para darle base a lo que hay que hacer por el Uruguay que ha de venir.

Conviene tener presente que el Frente Amplio no es una entidad monolítica. Una parte del Frente no tiene ni simpatía ni convicción con la democracia. Son los que se sienten política y afectivamente cercanos con Venezuela, con Cuba, con Nicaragua (y, mientras pudieron, con la URSS). Ellos se van a poner de punta y no aceptarán invitación alguna para na-da. Pero eso no es todo el Frente Amplio: hay otra porción y sus respectivas dimensiones han sido variables. En los años ochenta la mayor bancada del Frente era, por lejos, la de Batalla. Con este tipo de frentistas se puede pensar en un diálogo referido a la fractura nacional.

El discurso y la política de un eventual gobierno posfrentista tiene que dejar atrás la política de gobierno de Partido que ha llevado adelante el Frente Amplio todos estos años endulzado por su mayoría absoluta. No solo se trata de lucidez práctica en función de percatarse que los difíciles problemas que va a enfrentar el Uruguay mañana no se van a poder encarar con éxito sin un apoyo y consentimiento popular que excedan el ajustado margen electoral que sensatamente se anticipa. Se trata de una convicción política básica que si se pone en práctica mejora sensiblemente la calidad de nuestra democracia: la convicción de que la democracia es esencialmente el lugar donde la discrepancia es reconocida y legitimada. La estabilidad de la democracia está vinculada a pactos políticos sobre distribución del poder. El Uruguay de mañana tiene que apartarse de la lógica de la verdad única (Partido único, doctrina única) y de que el contrincante está descalificado solo por serlo (es burgués, enemigo de clase, o co-mo en el período militar: ciudadano clase C).

Los que hoy se preparan para adelantar las condiciones de una eventual próxima coalición de gobierno deben empezar a hablarnos de sus planes para el Uruguay fracturado. El compromiso, enunciado y acordado desde ya con esta visión de las cosas, no solo anticipa mejores condiciones de gobierno para un futuro tiempo difícil sino también —estoy seguro— un mejor resultado electoral para los dirigentes así comprometidos.

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