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100 años de Lideco y más

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La Liga de Defensa Comercial nació con nombre largo: lo acortó, Lideco. Creció entre libros de comercio manuscritos, encuadernados con lomo de cuero y letras doradas; hoy usa las vías impalpables de la computación. Hizo un culto de la presencia personal para certificar identidades; ahora acuña la firma electrónica.

La Liga de Defensa Comercial nació con nombre largo: lo acortó, Lideco. Creció entre libros de comercio manuscritos, encuadernados con lomo de cuero y letras doradas; hoy usa las vías impalpables de la computación. Hizo un culto de la presencia personal para certificar identidades; ahora acuña la firma electrónica.

Su centenario merece los plácemes y la reflexión de la vida.

La Liga generó un sistema respetuoso y fiel de información, en épocas en que los datos no se resumían en programas cibernéticos. Le dio confianza a la plaza. Desempeñó un papel tutelar en las amarguras del concordato y la quiebra, que hoy son procesos concursales donde la meta es salvar y no demoler. Hizo algo más: Lideco provocó muchas veces la discusión racional de reformas legislativas importantes.

Organización de servicio al comercio, a la industria, al crédito y a la vida económica toda, 100 años atrás la Liga se funda como parte de un Uruguay que -mientras Europa sufría la Guerra Mundial I- bullía en libertad y polémicas que enriquecían los lustros siguientes a nuestra paz de 1904.

Cuando se funda Lideco, hacia solo dos años que, en el teatro Stella D’Italia, Domingo Arena había expuesto el proyecto del Presidente Batlle y Ordóñez para suprimir la Presidencia. Y un año después -el 30 de julio de 1916- la iniciativa fue derrotada en jornada que tuvo el gran mérito de consagrar definitivamente el civismo y que, más allá del resultado, revivió el ideal republicano de despersonalizar el poder: un ideal que nos venía desde Artigas y que sigue siendo imprescindible, a la vista de los daños que la concentración presidencial ha sido capaz de inferir hasta al lenguaje y los modales públicos.

La Liga nace en un Uruguay con movilidad, iniciativa y lucha. Un país que armaba el destino de inmigrantes que, arraigados, hacían suya la ventura nacional. País que ya en 1854 instalaba el mutualismo en la Española, en 1867 le daba vida a su Bolsa de Comercio y en la década siguiente ponía en marcha a los Amigos de la Educación Popular y la Filantrópica Cristóbal Colón. País que reunía a su gente para defender tradiciones en la Elías Regules o cantar en la Guarda e Passa. País donde se multiplicaban las iniciativas privadas con función pública y donde las convicciones y las esperanzas le infundían alma a las instituciones.

Es esa una gran avenida de la libertad creadora, que a gritos nos hace falta recuperar en el Uruguay de hoy. Es la libertad que no ambiciona el poder político ni se manifiesta adhiriendo a un lema. Es la libertad que se sobrepone al interés particular y busca generar un ambiente compartible para los ajenos. Es la libertad de iniciativa del humano que quiere no solo pensar sino también hacer: libertad de comercio en el más profundo sentido.

Cuando una estadística de estos días mide los ingresos y concluye que el 80% de los uruguayos integran la clase media, ignora que en la tradición nacional, esa clase -en realidad, confluencia de clases- no se define por la plata sino por la cultura, el abrazo a altos valores y el señorío para enfrentar la adversidad: todo ello enderezado a la plenitud de la persona.

Mientras esos bienes no se extiendan con una renovación filosófica del pensamiento público, ningún dato económico bastará para restituirnos la inspiración desde la cual brotaron las instituciones que, como Lideco, contribuyeron a hacernos gente.

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Leonardo Guzmán

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