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Las lecturas presidenciales

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Como anteayer fue el Día de Libro le preguntaron a Tabaré Vázquez cuál era el libro que más lo había marcado. Cuerpos y almas, del escritor francés Maxence Van Der Meersch, contestó el presidente, y luego recordó que lo había leído a la temprana edad de 12 años y que le había servido para “confirmar la vocación por la medicina”.

Como anteayer fue el Día de Libro le preguntaron a Tabaré Vázquez cuál era el libro que más lo había marcado. Cuerpos y almas, del escritor francés Maxence Van Der Meersch, contestó el presidente, y luego recordó que lo había leído a la temprana edad de 12 años y que le había servido para “confirmar la vocación por la medicina”.

Es llamativo que un hombre electo dos veces como presidente y que desde hace casi 30 años dedica la mayor parte de su tiempo a la política, reivindique ante todo su profesión primigenia. Una profesión que, por lo visto, abrazó estimulado por la obra de ese novelista católico que retrató en un best seller de mediados del siglo XX, las intimidades de una Facultad de Medicina francesa así como las peripecias de médicos y alumnos.

Por lo común los presidentes sienten la necesidad de responder a la misma interrogante citando -para darse dique- a autores de postín. Los filósofos griegos suelen ser los favoritos para salir del paso, una tendencia que en su momento convirtió a Carlos Menem en el hazmerreír de la región cuando consultado por un periodista italiano sobre sus lecturas favoritas dijo que le fascinaban las obras de Sócrates, quien, como es bien sabido, nunca escribió nada.

La moraleja es que un estadista no puede improvisar cuando recibe este tipo de consultas. Fíjense si no lo que le ocurrió al presidente de México, Peña Nieto, en la Feria del Libro de Guadalajara, cuando le pidieron públicamente que citara tres libros de su agrado y fue incapaz de hacerlo. O a George W. Bush, que en una entrevista en televisión se trancó tratando de pronunciar correctamente el nombre de John Le Carré. O a Tony Blair cuando le explicó al eximio novelista Ian McEwan que tenía cuadros suyos colgados en su casa.

Presidentes como Donald Trump, notorio hombre de negocios, y Angela Merkel, de formación científica, zafaron en su momento abrazándose a esa inobjetable tabla de salvación que suele ser la Biblia. A su turno, como buen “enarca” francés, el flamante Emmanuel Macron le encendió velas a Albert Camus y Paul Ricoeur en contraste con su opaco antecesor, François Hollande, quien solía elogiar la histórica novela Germinal, de Emile Zola.

En España, Rodríguez Zapatero salvó la instancia de la manera más previsible, es decir, señalando a Cervantes y al Quijote. Más refinado, Felipe González siempre admiró las Memorias de Adriano, la inolvidable obra de Marguerite Yourcenar. Y ahora, el presidente Mariano Rajoy no deja de alabar a Patria, el impactante testimonio del vasco Fernando Aramburu sobre las fechorías de la ETA.

Ante un listado de este tipo cabe preguntar si es válido deducir algo de las preferencias literarias de un gobernante. Aparte del rótulo de ignorante que se merecen algunos de los nombrados, resulta difícil extraer conclusiones a partir de la mención de un solo libro. Mención que a veces no es espontánea sino calculada como podría inferirse por el hecho de que nadie nombra a Nicolás Maquiavello.

En todo caso, la respuesta de Vázquez aunque tiene el mérito de ser sincera revela, en alguna medida, que la preocupación por los asuntos públicos y de gobierno no son su vocación más fuerte ni la razón de su vida. Se nota.

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Antonio Mercader

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