Publicidad

Sin paz

Compartir esta noticia

Todos querían ser enterrados en las iglesias, que lógicamente no tenían espacio y adosaron un cementerio a su parte trasera como mejor destino de los difuntos. Las iglesias llegaron a ser nauseabundas en épocas de la colonia, cuando era habitual mirar -mientras se asistía a un oficio- hacia el interior de los sepulcros, que se abrían para recibir otro cuerpo. También eran habituales las misas de cuerpo presente, con el fallecido rodeado de los suyos y formando parte de la ceremonia.

Todos querían ser enterrados en las iglesias, que lógicamente no tenían espacio y adosaron un cementerio a su parte trasera como mejor destino de los difuntos. Las iglesias llegaron a ser nauseabundas en épocas de la colonia, cuando era habitual mirar -mientras se asistía a un oficio- hacia el interior de los sepulcros, que se abrían para recibir otro cuerpo. También eran habituales las misas de cuerpo presente, con el fallecido rodeado de los suyos y formando parte de la ceremonia.

El muerto era afeitado y vestido con sus mejores galas por su propia familia, con ayuda de alguien más experto. Luego se lo velaba en su cama, rodeado de los suyos. Como narrara José Pedro Barrán, en aquella sensibilidad primera, la “bárbara” que nos caracterizó hasta mediados del siglo XIX, se daba incluso el caso de los traslados del cuerpo del fallecido hasta el cementerio a caballo, cual jinete vivo, cuando el camposanto quedaba algo distante. Los diarios publicaban ofertas con distintos modelos de crespones, ataúdes y coronas. Tan cercana y natural era la muerte en aquellos tiempos en que se moría bastante más joven que ahora, que los carros fúnebres eran apedreados en épocas de epidemias, esos ramalazos oscuros que se llevaban las vidas por cientos, bajo el nombre de fiebre amarilla o cólera. “Fuera de aquí, no pases tan cerca”, era el mensaje contenido en las piedras que disparaban los niños y jóvenes, al paso cansino de los carros de la muerte.

En 1871 la prensa advirtió que en el cementerio del Paso Molino, “entre los cajones viejos y las ropas casi podridas de los difuntos, hacen nido las gallinas”.

Estado de abandono que no era contradictorio con el bullicio de los vivos, que el 1º de noviembre concurrían masivamente a reverenciar a los suyos, con flores y bandas que tocaban la marcha fúnebre, mientras los pulperos armaban carpas donde vendían bebidas a los deudos.

Luego la muerte dejó de condecir con el nuevo éxito burgués, con el ascenso social, con el empuje de la modernidad y -en consecuencia- se la exorcizó.

Se algodonó el lenguaje para nombrarla, se cercaron los cementerios, dejó de velarse en los domicilios y se crearon salas que discretamente encerraban el espectáculo de la muerte entre paredes y vitrales.

Los cementerios se convirtieron en galerías de esculturas a cielo abierto, en símbolos del poder familiar tanto como del dolor, pero a este último también se lo enjugó: se lloró más quedamente, se veló la mirada con lentes de sol.

Actualmente, la muerte oscila entre la negación y la resignación, al punto que el Papa debió prohibir el ritual en ascenso: cremar más que enterrar, dispersar las cenizas, en algunos casos -incluso- dividirlas entre los familiares, más que sepultar a la espera del día de la resurrección que anuncian los textos sagrados a aquellos que tienen fe. Se insiste en vivir el presente como lo único seguro y los cementerios se visitan menos.

Hoy, quienes visiten a los suyos lo podrán comprobar. También verán que, sin llegar al estado que se denunciaba en 1871, los cementerios están en estado ruinoso.

En el Central, la multitud que despidió a Jorge Batlle debió esquivar pozos y baldosas rotas para darle su último adiós.

No había gallinas, es cierto, pero, ¿habrá que esperar a que aparezcan para hacer algo?

SEGUIR
Ana Ribeiro

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar

Publicidad

Publicidad