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Juicio de residencia

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En el año 475 d.C., en el Imperio Romano de Oriente, el emperador Zenón dispuso que los jueces que hubieran cesado en su cargo debían permanecer durante cincuenta días en el lugar en que ejercieron, mientras se revisaba su actuación y toda posibilidad de abuso o maniobra en base al poder detentado.

En el año 475 d.C., en el Imperio Romano de Oriente, el emperador Zenón dispuso que los jueces que hubieran cesado en su cargo debían permanecer durante cincuenta días en el lugar en que ejercieron, mientras se revisaba su actuación y toda posibilidad de abuso o maniobra en base al poder detentado.

Esa institución jurídica pasó de Roma a Italia y de allí fue introducida en España por Alfonso X el Sabio, en sus célebres “Partidas”. Los juicios de residencia, que así se llamaron, pasaron a formar parte del derecho castellano, aplicados en un principio únicamente a los jueces y luego ampliado también a los corregidores.

En el territorio americano, los Reyes Católicos usaron esta figura comisarial para controlar a los virreyes, a los oidores que en las Audiencias habían intervenido en cuestiones de Hacienda, a los gobernadores, corregidores, alcaldes y otros ministros. Cualquier cargo estaba sujeto al juicio de residencia, convertido así en una de las claves del control monárquico.

Cuando uno de estos funcionarios reales cesaba en su cargo, se anunciaba a toda la población, a tambor batiente, con un pregonero al frente y a viva voz, que se daba inicio a la pesquisa de lo actuado por el funcionario cesante. Se revisaba toda su actuación, en un doble ejercicio. Por un lado, la revisión que realizaba el propio juez de residencia, que consistía en una investigación secreta con rendición de cuentas (documentos de prueba y declaraciones de testigos). Por otro lado, la revisión a instancia de parte, es decir, por demandas y/o querellas de particulares contra el funcionario, por lo obrado durante su ejercicio del cargo. Si había abusado de su poder o funciones y no había podido ser enfrentado o denunciado por un súbdito cualquiera, la corona preveía que -una vez despojado de ese poder- cualquier persona pudiera acusarle o reclamarle retroactivamente.

Esta segunda era una instancia pública. Luego de la misma, el juez de residencia dictaba su sentencia, la que era revisada posteriormente en la península, por parte del Consejo de Castilla. Las actuaciones de los oficiales que habían acompañado al funcionario también eran revisadas, con idéntico procedimiento. Cristóbal Colón y Hernán Cortés, entre tantos otros, fueron sometidos a esa implacable lupa pública.

En muchos casos los juicios se convirtieron en espectáculos, porque las elites locales dominaban los ámbitos políticos y jurídicos en los que se desarrollaban los juicios y solían manipular documentos o sobornar testigos. El principal problema que presentaron estos juicios fue que se convirtieron en instrumentos de venganza y en disputas por las micropartículas del poder.

Los funcionarios, por otra parte, quedaban detenidos en el lugar donde habían ejercido el cargo pero sin el mismo y -sobre todo- sin el sueldo correspondiente, aunque debiendo mantener el anterior boato y la vida social propia del cargo que habían usufructuado. En consecuencia, si el juicio demoraba se empobrecían, además de verse públicamente “aborrecidos de aquellos a quienes no haya complacido”, como manifestó quejosamente un gobernador. En el siglo XVIII se redujeron a puro formalismo y, finalmente, fueron suprimidos por Carlos IV. Luego las independencias se encargaron de sepultar la institución en el olvido.

Hasta el presente.

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Ana Ribeiro

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