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Definir al enemigo

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Inmediatamente después de ocurrido el atentado en Las Ramblas de Barcelona comenzaron los actos de desagravio en todo el mundo occidental. Los tuits, las frases en Facebook, los edificios emblemáticos de varios países coloreados en amarillo y rojo, las tumbas simbólicas repletas de velas y flores, las frases de condena y pésame, los gritos de no tenemos miedo y algunas aisladas y sentidas voces de sí tenemos miedo, porque no es para menos.

Inmediatamente después de ocurrido el atentado en Las Ramblas de Barcelona comenzaron los actos de desagravio en todo el mundo occidental. Los tuits, las frases en Facebook, los edificios emblemáticos de varios países coloreados en amarillo y rojo, las tumbas simbólicas repletas de velas y flores, las frases de condena y pésame, los gritos de no tenemos miedo y algunas aisladas y sentidas voces de sí tenemos miedo, porque no es para menos.

Un episodio aparentemente menor dentro de ese cúmulo de reacciones, condensó el dilema que enfrenta hoy Europa. Se registró en la manifestación pública que tuvo lugar al día siguiente del atropello masivo, en la misma Rambla en que éste tuvo lugar. Fue un choque entre manifestantes sin posición definida -más allá del dolor y repudio a lo sucedido- y un grupo de ultraderechistas, que también se habían dado cita en el lugar. Eran grupos islamófobos de esos que gritan “muerte al moro”, rememorando los tiempos de la Reconquista ibérica. Porque cualquier turista medianamente avezado sabe que cada vez que visita una iglesia de la península, famosa por tal estilo arquitectónico, este cuadro o aquel altar barroco, la historia del lugar suele indicar que antes fue una mezquita y que antes de ese antes fue un viejo templo cristiano. Esa superposición rabiosa de lugares sagrados es el síntoma visible de la larga lucha librada entre cristianos y musulmanes en suelo ibérico.

La Falange, Democracia Nacional y Somatemps, además de la muerte del moro, piden el cierre de las fronteras y el fin del “buenismo multicultural”. Los manifestantes que la prensa identificó como “antifascistas”, arremetieron a gritos y golpes contra ellos.

Desde “La Vanguardia” un editorialista explicó ese accionar. “Nuestros enemigos no son nuestros vecinos, sino los intolerantes, ya profesen una interpretación fundamentalista del Corán o se dediquen a difundir mensajes miserables en las redes sociales”, afirmó, agregando: “a estos sí hay que tenerles miedo y combatirlos unidos.”

No faltó la voz de Pilar Rahola, la independentista catalana conocida por criticar tanto el “buenismo” de la izquierda como el “malismo” de la derecha, responsabilizándolos por igual de facilitar las cosas a los musulmanes radicales, que “no aman nuestros derechos pero conocen como nadie nuestras debilidades”. Que usan esos derechos y libertades para moverse dentro de una sociedad que quieren ver destruida, cabría agregar.

El dilema es que si la Europa hoy atacada se encegueciera y respondiera con igual odio y prejuicios, negaría su propia esencia, esa que construyó histórica y socialmente a lo largo de dos milenios, en nombre de la razón, la igualdad, la libertad, la fraternidad. Esencia que la convirtió en añorado destino buscado por los inmigrantes, esos que el mismo día del atentado en La Rambla, llegaron por cientos a sus costas, huyendo del hambre y las guerras.

Occidente es esa rica historia de avances hacia derechos que describen y moldean la condición humana. ¿Tiene que retroceder a formas primitivas de sí mismo para garantizarlos? ¿Tiene que evocar las cruces del Ku Klux Klan para defenderse de un Alá empeñado en ser más grande a fuerza de sangre?

Quiénes son y dónde están los enemigos es la más urgente y difícil de las preguntas. El ser o no ser de la civilización occidental.

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Ana Ribeiro

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