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Por una cabeza

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Lo más cerca que el Río de la Plata estuvo de poder verlo y escucharlo fue en abril de 2016, cuando se anunció en Buenos Aires su conferencia “Las raíces del odio en nuestro tiempo”.

Lo más cerca que el Río de la Plata estuvo de poder verlo y escucharlo fue en abril de 2016, cuando se anunció en Buenos Aires su conferencia “Las raíces del odio en nuestro tiempo”.

Su despeinada cabellera blanca pudo habernos deparado una imborrable imagen, pero no pudo ser. La conferencia fue suspendida por razones de salud inherentes a sus entonces 90 años. Desde el lunes, la prensa y las redes que él tan crudamente analizó, despiden por lo alto al pensador cuyos libros, sin ser de divulgación, tenían (y seguirán teniendo) la capacidad de desafiar con claridad cualquier lectura amable del mundo occidental.

Zygmunt Bauman (1925-2017) integró la línea de autores cuestionadores, desangelados y revulsivos que Occidente ha producido y puesto a dialogar desde siempre con los múltiples pensadores que apuntalaron la postura opuesta. Esa, que elaboró la mayor construcción ideológica de nuestra civilización: la idea de que el mundo es uno y tiene una historia en común que, con altibajos, se lee en términos de incesante progreso. La idea de que lo mejor debe ser conquistado y está por venir y que, en aras de ese mundo ideal, los individuos deben orientar y evaluar su propia existencia, bajo los nombres de causa, revolución, libertad, sentido, realización.

Ya la posmodernidad había erosionado esa idea de progreso, cuando la voz de Bauman agregó a ese proceso de descomposición algunos términos que caracterizaron su obra y pensamiento.

El más conocido es el de “modernidad líquida”, término ex profeso opuesto a lo sólido (como símbolo de la rigidez de las instituciones, de los valores y de la mecánica que mueve al motor de la historia) y que expresa lo efímero, la incertidumbre y el individualismo exacerbado, propios de nuestro tiempo.

La mayor alerta que encendió Bauman fue a propósito de ese ciudadano pasivo, encerrado en las redes para proyectar un yo y una vida tan ideal como falsa, convencido de que eso es vivir en sociedad.

No menos acusador fue su concepto de “adiaforización”, la idea de que lo éticamente incorrecto no está donde estaba. No se trata de que el mal sea banalizado, como lo demostrara Hannah Arendt, sino en que es tan mala la guerra como la indiferencia ante los sufrimientos que ella provoca; o que es tan malo un régimen totalitario como la intolerancia demostrada en esas cataratas de odio que se vuelcan impunemente en las redes sociales, amparados en el anonimato y la virtualidad.

El más inquietante de sus conceptos fue el de “vigilancia líquida”, expuesto en un libro de 2013 en el que sostuvo que la vigilancia era un estado progresivamente invisible para todos, que la aceptamos como parte del consumo. La vigilancia de las técnicas digitales y la de las estadísticas; la que todos consentimos e incluso demandamos, sin notar que ese tecnología coloniza de a poco nuestra vida privada. Los sistemas de seguridad actual generan nuevas formas de inseguridad y esa fue una de las últimas voces de alarma que dio Bauman.

El indolente verano uruguayo, que apenas interrumpe con tarifas y tornados el estado líquido de nuestra percepción del mundo, quizás nos haga ver el fallecimiento de ese polaco irreverente como una noticia más.

Pero no deberíamos permitirle a la transitoriedad tal atrevimiento: Finis coronat opus.

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Ana Ribeiro

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