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El Palacio Nacional de Ajuda, en Lisboa, es un monumento patrimonial neoclásico que domina el río Tajo desde lo alto de una colina. Fue la residencia de la familia real portuguesa hasta que huyeron a Brasil, cuando Napoleón invadió el país, en 1808.

El Palacio Nacional de Ajuda, en Lisboa, es un monumento patrimonial neoclásico que domina el río Tajo desde lo alto de una colina. Fue la residencia de la familia real portuguesa hasta que huyeron a Brasil, cuando Napoleón invadió el país, en 1808.

Estamos a 6 de marzo y la Embajada uruguaya inaugura en estos salones la Semana de Uruguay en Portugal, que se inicia con una conferencia histórica y con un recital de la pianista uruguaya Poly Ferman.

En el evento hay varias mujeres que han conquistado sitiales profesionales: la embajadora Brígida Scaffo, la pianista mencionada, las profesionales de protocolo, con sus conocimientos idiomáticos y culturales, y las estudiantes de universidades españolas y portuguesas que atiborran el salón. Todas ellas han podido elegir qué estudiar, casarse o no y con quién, han podido usar pantalones y defender ideas propias.

En los múltiples cuadros que engalanan las paredes también hay muchas mujeres, pero testimonian otras historias y menos oportunidades de las que tuvimos y tenemos las que ocupamos el salón. Esclavas negras en los bordes de las escenas pintadas, que sin principalía alguna, sirven comida o sostienen sombrillas para proteger la piel de sus amas. Mujeres de manos toscas, que amasan, cocinan, dan pecho a sus hijos o lavan pisos, desde los varios cuadros costumbristas que dejan ver la vida de los sectores populares.

Coexisten con retratos de damas de corte de apretados corsés y con una princesa pálida que desembarca en un muelle, rodeada de sirvientas y soldados. Es la princesa Beatriz, cuando llega a Génova a casarse con un príncipe de Saboya. No conocía aún al novio, porque era un matrimonio pactado entre dinastías. Se la ve frágil, pisando un suelo nuevo, con sus apretados zapatos de hebilla y nácar.

A la noche, la TV transmite un programa al que están invitadas mujeres de distintas condiciones sociales. Una de ellas cuenta que el año anterior trabajó denodadamente y que a fin de año fue premiada por su jefe como empleada destacada. Cuando preguntó el porqué del premio le contestaron que era por ser “mona”. Fue uno de varios casos narrados, hasta que alguien -casi en contrasentido de las demás- dijo que la invisibilidad ante los ojos masculinos también era algo que dolía. Recordé a una amiga, que siempre se queja de lo que llama “el silencio de los albañiles”: la ausencia de piropos, al pasar por una obra en construcción, como un signo de que ha envejecido.

Un recorrido por los canales internacionales muestra mujeres en ciudades bombardeadas, cubiertas de polvo y heridas, confesando ultrajes a manos de civiles y militares o muriendo asesinadas por sus exparejas; mujeres que bailan en discotecas de moda; campesinas, ministras, reinas de belleza y jefas de Estado, prostitutas, camareras, científicas, modelos de largas cabelleras; mujeres cubiertas de arriba abajo con un burka. Somos la mitad del planeta.

El paro internacional de mujeres previsto para hoy no resolverá las asimetrías ni las injusticias, que vaya si las hay, pero será una provocación simbólica, un llamado a opinar. Todo lo que se discute inicia un camino de sinceramiento. La nota se entrega al diario con antelación, por eso estas líneas. Si debiera entregarla hoy, el espacio que ocupa esta columna estaría en blanco.

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Ana Ribeiro

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