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Durante el sitio de Montevideo de 1811 un centinela le comentó a otro: “el frío me corta la oreja” y como respuesta recibió un cuchillazo que se la amputó. A modo de broma. Por décadas se degolló a “la corbata”, dejando la lengua del muerto cual colgajo de la faringe. También a modo de broma. Dos ejemplos suficientes para ilustrar el grotesco de la agresión y la carcajada estallando al unísono.

Durante el sitio de Montevideo de 1811 un centinela le comentó a otro: “el frío me corta la oreja” y como respuesta recibió un cuchillazo que se la amputó. A modo de broma. Por décadas se degolló a “la corbata”, dejando la lengua del muerto cual colgajo de la faringe. También a modo de broma. Dos ejemplos suficientes para ilustrar el grotesco de la agresión y la carcajada estallando al unísono.

Esa violencia propia del XIX pareció desaparecer, pero no nos abandonó del todo. Para sostener esta afirmación no es necesario apelar a las conocidas cifras, ni a los temas de género, ni al tristemente manido tema de la inseguridad. Alcanza con retratar la bucólica escena cotidiana en cualquier comedor familiar: el bombardeo de imágenes, la confusión realidad-realidad virtual, en los que no se distingue lo valioso de lo inútil. Vale recordar las palabras del cineasta español Carlos Saura, al recibir el doctorado Honoris Causa que le dio la Universidad de Zaragoza en 1994: “Ya no nos atragantamos, ni siquiera dejamos de comer ante el espectáculo terrible de la bomba masacrando cuerpos, de los niños que se mueren de hambre, del terremoto que asuela una parte querida de la tierra sembrando la muerte y la destrucción”. Violencia incorporada a la hora de los postres, banalizada.

Es triste la vigencia de Deliverance, aquella película estadounidense del año 1972, llamada Defensa en España, Amarga pesadilla en México y La violencia está en nosotros en el Río de la Plata. Decir “está en nosotros” significaba adjudicarle a la violencia la condición de esencia y hacerla, además, extensiva a todos. Algo que no me asombra, como en su momento sí me impresionaron las imágenes de esa película brutal y crispada. Lo que me asombra es el nuevo matiz que ha aparecido en algo tan viejo como el mundo.

La violencia siempre ha sido un medio para expresar poder. La voluntad y la intención del violento no es otra que expresarse ante el mundo, decir algo, decir -fundamentalmente- estoy aquí y tengo el control sobre algo, alguien.

La más tradicional era la que solían usar (y aún lo hacen) para demostrar una supuesta y autoadjudicada hombría; o la que persigue fines claros: bienes, posesiones, predominios.

La forma nueva, la que me asombra en este 2016, es esa tipología de furia que, además de ser expresión de poder sobre otros, suma dos características diferenciales. La primera: ser la forma en que los sujetos manifiestan su pertenencia e identificación con su grupo. Lastiman, matan o roban para ganarse un lugar. Celebran lo robado con una selfie grupal.

La segunda: esa violencia es -para quienes la practican- creadora de condiciones de existencia, como si de un proyecto vital se tratara. “Quiero ser narco”, le han dicho algunos niños a sus asombradas maestras, a la hora de definir vocaciones. Cuando esa violencia campea, aparece el “otricidio”: la afirmación de ese grupo, de ese “yo” violento, se hace sobre la negación del otro: puedo y debo destruir sus vidas, sus objetos, sus espacios públicos, sus instituciones. Lo hacen sin ideología, mezclando orgullo de pertenencia con delito, autoidentificación con destrucción del prójimo. Vistiendo sin vergüenza la nauseosa camiseta de pertenencia a lo peor de la condición humana.

Están entre nosotros.

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Ana Ribeiro

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