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De baldes y mercaderes

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Hace unas semanas estalló la polémica por el “balde laicista” al que aludió el cardenal Daniel Sturla en su mensaje de Nochebuena. El debate ya se había espesado con el reparto de balconeras navideñas, a cuya exhibición no fue ajeno el mismo Presidente de la República.

Hace unas semanas estalló la polémica por el “balde laicista” al que aludió el cardenal Daniel Sturla en su mensaje de Nochebuena. El debate ya se había espesado con el reparto de balconeras navideñas, a cuya exhibición no fue ajeno el mismo Presidente de la República.

Aún desde mi agnosticismo, comparto absolutamente la percepción de Sturla. Se ve claramente en nuestra sociedad no solo un rechazo a lo religioso, como errónea consecuencia del anticlericalismo, sino además una actitud vergonzante de muchos católicos, que en estas épocas de relativismos pueriles tratan de no ostentar su fe, para no pecar de anticuados.

Cada vez que en este país la Iglesia sale del templo para opinar o incidir sobre la vida pública, se arma Troya. Siempre hay gente con poder que se arroga el derecho de decidir quién puede opinar y quién no sobre los temas que nos importan a todos.

Como bien lo han señalado expertos como Pablo Marqués y Álvaro Moré, la iniciativa de las balconeras navideñas fue una fantástica movida de comunicación. En el colmo de la hipocresía, nos quejamos de que algunas familias manifiesten su fe con un cartel, pero celebramos la demencial carrera consumista que pretexta la navidad.

Es verdad lo del balde. Ya van varias generaciones que en lugar de recibir el mensaje tolerante de la laicidad, crecen bajo el prejuicio del laicismo.

No practica la laicidad quien rechaza las creencias ajenas, pretendiendo imponer las propias y menoscabando a quien no las comparte. La verdadera laicidad se funda en el respeto a la pluralidad de ideologías y credos, dejando que se expresen libremente y no poniéndoles otro límite que la Constitución y las leyes.

En lo personal, me hace gracia que las iniciativas de secularización de la Iglesia Católica promuevan tanta indignación, mientras nada se dice de las sectas de telepredicadores que estafan a la gente más vulnerable, con su diezmo obligatorio y venta de productos milagreros.

Otra iniciativa reciente generadora de polémica ha sido la del “Club Católico”, una tarjeta de afinidad que habilita a sus socios a recibir “beneficios materiales y espirituales”. Como cualquier emprendimiento de ese tipo, ofrecería descuentos de hasta un 50% en comercios y empresas, así como el acceso libre a eventos religiosos. También en este caso, las iras de los intolerantes se alzan contra quienes no hacen más que aplicar a su institución los mismos recursos de marketing que sirven a cualquier organización.

Sin embargo, hay algo en la definición de este Club Católico que no cierra bien. Una religión que se fundamenta en la austeridad y el valor de lo espiritual por sobre lo material, no debería ofrecer descuentos en “Gastronomía, Belleza, Artículos para el hogar”, como se anuncia, además de “Educación, Veterinarias, Entretenimiento y Servicios de Acompañantes”. Y menos poner una limitante de aporte económico al acceso a charlas y retiros espirituales. Esta idea es identificable en marketing con el nombre de “desposicionamiento”: un desarrollo estratégico que contradice los valores de la marca que busca potenciar. Desde nuestra posición (respetuosa), sugerimos a la institución que revea el objeto de esos beneficios: debería limitar su oferta a servicios privados que tienen que ver con lo espiritual: educación, libros y cedés, espectáculos…

Porque sigue siendo pertinente apartar a los mercaderes del templo.

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Álvaro Ahunchain

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