El COVID-19 trajo al país y al mundo una recesión que, por su carácter de autoimpuesta, por su contemporaneidad entre países, por su brusquedad y por su tamaño, probablemente sea única en la historia.
El abrupto frenazo autoimpuesto a la economía desnudó la precaria situación de una proporción relevante de la población que quedó sin ingresos corrientes y con bajísimo ahorro previo.
Una economía que se contrae a una tasa anual de casi el 5% habría sido considerada muy mala en tiempos normales, pero este informe solo capturó las primeras gotas de un aguacero torrencial.
Los empresarios necesitan prestar más atención al bienestar emocional de los empleados. Invertir para que el personal trabaje contento da buenos dividendos.
Los avances logrados en indicadores sociales en los últimos años, solo son sostenibles con un crecimiento económico anual del 3%.
En mis dos columnas previas repasé cifras del mercado de empleo, el ingreso y la actividad, en la primera y, en la segunda, algunos de los temas de reforma estructural pendientes.
Si la automatización se estuviera acelerando rápidamente, lo mismo debería estar pasando con la productividad y no es así.
A partir del pasado lunes iniciamos en Uruguay una transición y esto, según la Real Academia Española, significa: “la acción y efecto de pasar de un modo de ser o estar a otro distinto”.
No hay ajustes indoloros, pero no hacerlos o resolverlos mal agrava los costos sociales y la insatisfacción de la gente.
Un sector que agrupa varias actividades que dan trabajo a 720 mil personas.