Días pasados, Lincoln Maiztegui Casas, un excelente historiador pese a una golilla blanca que por suerte no esconde, escribió: “En este país que parece estar decidido a renunciar a lo mejor de su propia tradición histórica, que se ha inventado una raigambre indígena que nunca existió y que hace ingentes esfuerzos por olvidar que la esencia de su cultura está hondamente enterrada en Europa; cuando ya en los liceos ni se menciona el Ariel de Rodó y se sustituye el estudio del Tabaré de Zorrilla de San Martín por algún infecto poema de tres al cuarto siempre que su autor haya sido “políticamente correcto”, evocar algunas de las grandes figuras históricas que forjaron una nación a partir de lo que fuera apenas un accidente histórico se vuelve no solo una tarea imprescindible de rescate, sino un grito desesperado en el desierto, una voz que clama contra la disolución del ser nacional de la que somos testigos y contemporáneos”.