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Abandonar Venezuela en una caravana de la miseria

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Desesperados. La mayoría de las familias de venezolanos que se exilian venden todo lo que tienen para pagarse los pasajes de ómnibus. Foto: Reuters.

LA CRISIS EN VENEZUELA. OLA MIGRATORIA

Exiliados, el reflejo de una nación que una vez fue rica y hoy cae en picada.

Poco después del amanecer, decenas de venezolanos se reunieron en la oscura estación de ómnibus de Caracas. Cada uno llevaba una maleta grande, mantas, papel higiénico, pan y botellas con agua.

Esposas llorando, niños confundidos y padres ancianos los abrazaban una y otra vez hasta que llegó el momento de revisar los boletos y pesar los equipajes, y luego se quedaron horas esperando que el autobús partiera. Cuando se puso en marcha, los pasajeros miraron a sus seres queridos, golpeando las ventanas y lanzando besos.

A bordo del ómnibus, el desarrollador web Tony Alonzo dijo que había vendido su guitarra de la adolescencia para ayudar a pagar su pasaje a Chile. Durante meses se fue a la cama con hambre para que su hermano de 5 años pudiera cenar algo.

Otra pasajera, Natacha Rodríguez, fue asaltada a punta de pistola tres veces el año pasado. También iba a Chile con la esperanza de darle una vida mejor a su hijo, amante del béisbol.

Roger Chirinos dejó atrás a su esposa y dos hijos pequeños para buscar trabajo en Ecuador. Su compañía de publicidad llegó a un final particularmente amargo: manifestantes derribaron sus vallas publicitarias para usarlas como barricadas durante las violentas protestas contra Nicolás Maduro.

El ómnibus de Alonzo, Rodríguez y Chirinos, entre otros, cuenta la historia de una nación que alguna vez fue rica pero ahora va en picada y empuja a cientos de personas a huir a diario de una tierra donde el miedo y la necesidad se volvieron algo cotidiano.

Cuando despuntan los primeros rayos de sol sobre Caracas, ya hay personas hambrientas hurgando la basura y niños mendigando frente a las panaderías. Al anochecer, muchos venezolanos se encierran en sus casas para evitar asaltos y secuestros. En un país con las mayores reservas probadas de crudo del mundo, familias cocinan con leña porque no pueden conseguir gas.

Más pobres cada día, cientos de miles de venezolanos han llegado a la conclusión de que dejar el país es su única opción.

Con la moneda muy devaluada y los viajes aéreos al alcance sólo de la elite, los ómnibuss se han convertido en caravanas de miseria, rodando día y noche hacia las fronteras de Venezuela y volviendo casi siempre vacíos para repetir el largo viaje.

Un pesado silencio cayó sobre el ómnibus al dejar la terminal de Rutas de América un día de noviembre. Taciturnos, los pasajeros mandaban mensajes de texto a sus familias o miraban por la ventana mientras el vehículo pasaba cerca de árboles de mango, fábricas cerradas y murales desmoronados del difunto líder Hugo Chávez.

Natacha Rodríguez, madre soltera de 29 años, viajaba con su hijo de 12 años, David, su hermana Alejandra y un amigo de la familia, Adrián Naveda, a lo que ella cree será una vida tranquila. El grupo se dirigía a Concón, Chile, un balneario donde los expatriados venezolanos les aseguraron que había mucho trabajo.

"Tú te acuestas y estás pensando qué vas a comer al otro día", dijo Rodríguez. "Yo no me quería ir, pero la situación me obliga".

Nunca había salido del país, y apenas estaba asimilando la enormidad de lo que intentaba hacer. En los días siguientes visitaría cuatro nuevos países, cruzaría la línea del Ecuador y vería el Océano Pacífico por primera vez. Pero no podía dejar de pensar en lo lejos que había viajado de su amado hogar.

Los venezolanos eligieron a Chávez en 1998 con el mandato de luchar contra la desigualdad. Un carismático ex teniente coronel, Chávez transformó el país durante sus 14 años en el poder, transfiriendo millonarios ingresos del petróleo a populares programas de subsidios sociales.

Pero también nacionalizó grandes áreas de la economía e instauró estrictos controles monetarios, una intromisión estatal que los economistas dicen es la raíz de la crisis actual.

Alguna vez un imán para los inmigrantes europeos y del Medio Oriente durante el auge petrolero de la década de 1970, Venezuela ahora exporta a su gente además de petróleo.

Algunos viajan hasta donde alcanzan sus ahorros: un pasaje de ida a la vecina Colombia desde Caracas cuesta el equivalente a unos 15 dólares, la tarifa para ir a Chile o Argentina puede llegar a los 350 dólares, una pequeña fortuna para muchos en Venezuela.

El Gobierno venezolano no publica estadísticas sobre la emigración. Pero el sociólogo Tomás Páez, un especialista en el tema de la Universidad Central de Venezuela, estima que unos 3 millones de personas han salido del país en las últimas dos décadas y que casi la mitad de ellos se ha ido en los últimos dos años.

Una vez cruzada la frontera en la bulliciosa ciudad colombiana de Cúcuta, los testigos de Jehová, los vendedores y los timadores de toda clase rodean a los abrumados emigrantes. Las calles de Cúcuta ya estaban llenas de venezolanos pobres, algunos dormían en parques y lavaban sus ropas en arroyos porque no tenían dinero para viajar más lejos.

Otros se ven obligados a regresar a Venezuela, quebrados y angustiados. Maduro advirtió a los venezolanos que la vida en las sociedades "capitalistas" es dura. "A los seis meses los veo de regreso aquí en Venezuela", dijo el presidente en un reciente discurso televisado.

Mientras tanto, su gobierno se beneficia de las remesas de los emigrantes que están ayudando a apuntalar la economía de Venezuela y mantener a raya los disturbios en la nación de 30 millones de habitantes.

El Gobierno no divulga las cifras de remesas, pero el grupo de expertos del Diálogo Interamericano calculó que el año pasado llegaron a Venezuela unos 2.000 millones de dólares de ciudadanos que trabajan en el exterior.

"¡Es un nuevo mundo!".

Justo antes de las 2 de la madrugada del cuarto día del viaje, el ómnibus llegó a la fría ciudad colombiana de Ipiales, cerca de la frontera ecuatoriana, a 2.898 metros de altura en los Andes. Varios ómnibus más se detuvieron, descargando a más compatriotas.

A medida que el vehículo avanzaba, los venezolanos expresaron asombro ante lo que veían desde sus ventanas: vacas gordas, semáforos funcionando, estantes de tiendas completamente surtidos, grandes campos de maíz y café. La gente, despreocupada, llevaba joyas de oro por las calles. "¡Es un mundo nuevo!", exclamó Josmer Rivas, de 7 años.

Cuando a última hora de la tarde el ómnibus llegó a Guayaquil, la última parada en la línea Rutas de América, el pequeño Josmer Rivas saltó a los brazos de su emocionado padre, que había emigrado a Ecuador cuatro meses antes.

El cuarteto de Rodríguez y algunos otros subieron a un autobús a la medianoche para continuar su viaje hacia el sur.

Pero hubo algunos sobresaltos en el cruce hacia Chile, una de las naciones más estables y prósperas de América Latina. La policía interrogó bruscamente a los venezolanos. "¿Cuánta plata tienes?", preguntó un oficial a Rodríguez. ¿Sabes que Chile es un país caro? ¿Sabes que hay venezolanos durmiendo bajo puentes? ¿Tú y tu hijo van a dormir debajo de un puente?".

Rodríguez, sin ponerse nerviosa, respondió que tenía un lugar donde quedarse y dinero suficiente para vivir.

Ella y el resto del grupo finalmente fueron admitidos en Chile. Sonrientes, se abrazaron rápidamente antes de emprender otro viaje a Santiago, casi 2.000 kilómetros al sur.

En Chile, Rodríguez ha encontrado la tranquilidad que tanto anhelaba. Aun así, no puede dejar de pensar en Venezuela. "Todos los días me pregunto: ¿cuánto tiempo va a pasar hasta que pueda regresar?".

Dejarlo todo en tu país por un sueño de días mejores.

Durante nueve días, una periodista y un fotógrafo de Reuters acompañaron a los emigrantes en su camino a lo que esperaban fueran mejores días en Ecuador, Perú, Chile y Argentina. Durante casi 8.000 kilómetros, el ómnibus recorrió algunos de los paisajes más espectaculares de América del Sur, incluida la escarpada cordillera de los Andes y el desierto más seco del mundo, en Chile. Aunque los emigrantes estaban impresionados por la vista que pasaba por sus ventanas, sus mentes estaban en la tierra que dejaron atrás y en la incertidumbre que les esperaba en sus destinos. Los 37 pasajeros que se marcharon ese día lo habían empeñado todo, desde motocicletas y televisores hasta alianzas de boda, para pagar su viaje en ómnibus. La mayoría nunca había estado fuera de Venezuela antes de esta experiencia.

Letrero final: "No se habla mal de Chávez".

El ómnibus llegó a San Antonio del Táchira, un pueblo venezolano colmado de basura cerca de la frontera con Colombia. La frontera es un salvavidas para los venezolanos desesperados: cruzan a diario para vender productos como licor, cobre, incluso su propio cabello, a menudo ganando más dinero en un día en Colombia que en un mes en su país.

Nicolás Maduro ha aumentado la seguridad en la frontera en un intento por frenar el contrabando. Los pasajeros fueron forzados a descender y pasar por media docena de puestos de control a pie, luchando por transportar maletas, mochilas, mantas, comida y botellas de agua bajo el ardiente sol.

Caminando hacia el estrecho Puente Internacional Simón Bolívar, que une a Venezuela con Colombia, pasaron bajo un gran letrero del gobierno que decía: "No se habla mal de Chávez".

El cruce tardó cinco horas, en parte porque las computadoras de la oficina de migración venezolana colapsaron. La aprensión de los viajeros creció cuando los soldados venezolanos, conocidos por extorsionar a los que cruzan, registraron sus maletas varias veces. El pasajero Roger Chirinos, el publicista, llevaba 200 dólares en moneda estadounidense, una valiosa protección contra la inflación. Un soldado de la Guardia Nacional exigió la mitad para dejarlo pasar con una vieja consola de videojuegos de Playstation considerada como contrabando. Chirinos entregó un billete de 20 dólares para zanjar la situación.

"Nuestra propia gente nos roba", dijo Chirinos más tarde, relatando la humillación. "No tengo tiempo para rencores. Lo que siento es una tristeza tremenda".

TESTIMONIO.

Viaje triste, pero con esperanza.

La estación de ómnibus era como una funeraria. Las familias lloraban y se abrazaban, se despedían. Todos estaban tristes y asustados: los que se iban por su futuro incierto y los que se quedaban por una vida que continúa sometida a asaltos, escasez de alimentos y un futuro aún más incierto.

Cientos de miles de venezolanos emigraron a otros países de Sudamérica el año pasado. La periodista Alexandra Ulmer y yo queríamos dar nombres y caras a al menos algunos de ellos, por lo que decidimos acompañarlos en un viaje en ómnibus de más de 8.000 kilómetros desde Venezuela hasta el sur de Chile.

Yo esperaba que, al compartir este viaje con mis compatriotas venezolanos, pudiera ayudar a mostrar al resto del mundo lo que la mayoría de nosotros enfrentamos todos los días.

No soy ajeno a esta realidad cotidiana: los amigos y los familiares se van; a algunos les han robado sus pocas pertenencias y sus esperanzas; otros han perdido sus empleos e ingresos.

Cuando los pasajeros finalmente abordaron el ómnibus con maletas chinas baratas, el estado de ánimo era sombrío, pero también había una sensación de esperanza. Los fotografié silenciosamente, observando su fuerza mientras daban este gran paso.

Adrián, un vendedor de baterías para automóviles, vivía con su novia en la casa que compartía con sus abuelos, su madre y sus hermanos. Aunque todos trabajaban, nunca hubo suficiente dinero. Él quería ayudar a su madre y construir un futuro con su novia. Y no vio otra forma de hacerlo, por eso se fue. Le fue muy difícil abandonar su hogar y rompió a llorar cuando supo, mientras cruzaba Colombia, que su bisabuela había muerto. Pero me dijo que aunque el dolor casi le rompía el corazón, tenía que seguir. Él era la única esperanza para su familia.

Y estaba Álvaro, un exsupervisor bancario, cuya posesión más preciada era una foto de él, su esposa y sus dos hijos posando con Santa Claus. Su esposa escribió unas líneas en la parte posterior de la imagen: que lo amaba, que lo extrañarían y que era el mejor padre del mundo. Y que ella esperaba volver a estar juntos pronto. En la fotografía se veían felices y saludables. Ahora es un recuerdo al que se aferra como un salvavidas.

Me duele como venezolano, pero después de presenciar su dolor durante esos nueve días de viaje juntos, creo que tomaron una buena decisión. CARLOS GARCÍA RAWLINS, REUTERS

Vea el informe multimedia sobre emigración venezolana

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