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Vigilados

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GERARDO SOTELO

Comerciantes y autoridades analizan instalar en Montevideo un sistema de seguridad que funciona con éxito en la exclusiva zona porteña de Puerto Madero. El sistema consiste en una serie de cámaras inalámbricas instaladas en la vía pública y monitoreadas permanentemente, lo que permite avisar a la policía sobre cualquier hecho delictivo en el momento en que ocurre. Los datos publicados en el diario La Nación hablan a las claras: durante 2008, desaparecieron los hurtos de automóviles, no se registraron asaltos violentos y las detenciones aumentaron 30% con respecto al año anterior.

El sistema favorecerá a quienes estén bajo su protección pero debería garantizar también la vigilancia a toda la zona y no sólo a los que paguen por el servicio, tal como ha sugerido el alcalde Carlos Varela, y esto por razones tanto de justicia como de eficacia. Sin embargo, hay otras externalidades que deberían considerarse.

Los derechos referidos a la seguridad, la propiedad y la vida, están garantizados por el Artículo 7º de la Constitución y su defensa está entre los fines esenciales del Estado. La realidad indica que, en países como el nuestro, el deterioro económico y social trajo aparejado un aumento sensible de la violencia delictiva, sin que las autoridades nacionales hayan podido encontrar una respuesta acorde a la dimensión del problema. Para quienes pueden costearse un sistema de seguridad privada o particular (rejas, sensores, garitas, cercas eléctricas, cámaras, alarma con respuesta, guardias, etc.) las consecuencias pueden ser un poco menos virulentas, pero no más que eso. Hoy en día, no hay comercio, familia, zona o ciudad que pueda aislarse lo suficiente como para liberarse de este mal.

Pero la solución de Puerto Madero es apenas una ilusión si no forma parte de una respuesta integral a la delincuencia que vaya más allá de su expresión represiva. ¿Dónde se supone que van a ir los delincuentes corridos de las zonas vigiladas? ¿A trabajar honestamente, a darle de comer a las palomas en las plazas o a robar en las zonas menos favorecidas, atendidas únicamente por el sistema de seguridad pública?

La disuasión del delito puede generar consecuencias positivas en la medida que los delincuentes saben que la tienen más difícil, pero sólo si se aplica globalmente. De lo contrario, se termina desplazando el delito hacia las zonas más pobres, aumentando los niveles de inequidad social, ya alarmantes.

Sería injusto atarles las manos a los comerciantes que estén dispuestos a embarcarse en este sofisticado sistema, pero no lo sería menos aceptar que sean nuevamente los más pobres quienes paguen las consecuencias.

El debate público sobre este delicado asunto debería recoger la voz de quienes no pueden hacerse escuchar pero terminan pagando el pato con su seguridad, su propiedad y a veces, con su propia vida.

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