La magia del balneario permanece intacta pese a las sucesivas modificaciones que han alterado el paisaje.
Pocos lugares en el mundo, han vivido en un estado de cambio constante como Punta del Este. Desde su nacimiento oficial en 1907, la península ha sido protagonista de una transformación permanente con ciclos marcados por los vaivenes políticos y económicos de Argentina.
El primer desembarco de veraneantes se registró en 1910, fue un puñado de porteños de Barrio Norte y un grupo de familias uruguayas que descubrieron un lugar al que no dudaron en calificar de paraíso, y al que hicieron propio y en el que impusieron su estilo. El estado casi salvaje de aquella península rodeada por un mar manso y otro bravío, en la que podía contemplarse el amanecer y el atardecer en un mismo sitio sin moverse un paso, solo dejando transcurrir las horas, era uno de sus secretos. La tranquilidad y la vida sencilla fue otra de sus claves.
Durante varias décadas, sus veraneantes de la primera hora trataron de que no se conociera la existencia de Punta del Este. Temían que con la llegada masiva de nuevos visitantes el lugar perdiera su encanto y su magia. Pero a todo paraíso tarde o temprano se llega, y Punta del Este no fue una excepción.
En 1930 el balneario ya era conocido en la vecina orilla, y también comenzaba a ser descubierto por los europeos. Aun así, mantenía su característica de pueblo en el que todos se conocían. Una recorrida a través de fotografías de época, de edificios y lugares que han sobrevivido a los distintos booms de la construcción, enfrentadas a imágenes actuales, permite comprobar la mutación de un balneario que ha superado las tempestades de la naturaleza, las explosiones de cemento y la especulación financiera, y que mantiene intacta su magia.
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