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La vida de Amalia y Miguel, a quienes el COVID trajo miseria y una oportunidad insospechada

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Miguel y Amalia durante la entrevista con El País en su casa del barrio Lavalleja. Foto: Leonardo Mainé
Nota a Amalia y Miguel, en su domicilio en Montevideo, ND 20210617, foto Leonardo Maine - Archivo El Pais
Leonardo Maine/Archivo El Pais

TESTIMONIO DEL IMPACTO DEL CORONAVIRUS

Él debió volver a “volquetear”; ella consiguió un trabajo que nadie quiere hacer. Al final, la pandemia les permitirá cumplir un sueño.

La vida de Amalia y Miguel ha sido un constante salto “de pandemia en pandemia”. La de hoy, dicen, es una más en ese conjunto de circunstancias adversas con las que han lidiado desde su casita en el barrio Lavalleja, entre El Borro, Aires Puros y 40 Semanas, sin herramientas educativas, y con nueve hijos a los que intentan mantener lejos de la cultura narco.

Sin embargo, esta crisis por el COVID-19 trajo para ellos una oportunidad inesperada.

Al principio, la pandemia le arrancó a Amalia la posibilidad de quedar fija como cocinera en un CAIF. Estaba haciendo una suplencia y la titular había renunciado a su puesto justo cuando se comunicaron los primeros casos. Con el encierro de aquellos meses, el CAIF no llenó el puesto.

Miguel estaba entonces trabajando precariamente en la construcción. También se fue a su casa, sin sueldo. Entonces salió, como había salido tantas veces en otras “pandemias”, a “volquetear”. A buscar comida, a buscar cosas que vender. Sacar alimentos de la volqueta implica “oler, ver en qué condiciones viene, no saber quién lo hizo”. Y eso duele, dice Amalia.

Cuando baja el sol, Miguel rumbea para la zona de Parque Batlle y La Blanqueada a revolver contenedores durante cinco o seis horas. En otros barrios ya no se encuentra nada, volquetean también los inmigrantes y “hasta gente empilchada, en moto o en auto”, cuenta.

Con el paso de las semanas fue advirtiendo algo singular: en la basura ya no había comida, signo de que la situación estaba “muy complicada” para todos. Lo resolvió, cuenta, apoyándose en una red de contactos de la calle, acordando con clubes y negocios tipo panaderías. También cuentan con la asistencia del Mides.

Nunca, ni en los tiempos más álgidos, quisieron pedir en casas de familia. Amalia lo encuentra “poco digno”.

Amalia y Miguel frente a su vivienda en barrio Lavalleja. Foto: Leonardo Mainé
Amalia y Miguel frente a su vivienda en barrio Lavalleja. Foto: Leonardo Mainé

Lavalleja, donde viven, es “el barrio donde no quisieras vivir”, dice Amalia, una mujer de unos 50 años que tiene bien claro lo que quiere y lo que no. “Yo sueño con vivir en un lugar tranquilo. Acá dejó de venir la ambulancia, el patrullero a no ser que sea de vida o muerte tampoco entra porque lo apedrean; dejó de venir la UTE, la OSE más o menos. Esto es donde no querés estar pero te tocó”.

Si en un futuro pudiera elegir, Amalia se iría a Peñarol o Colón, “donde vos pasás y sentís el silencio de la calle”. En su casa, un mediodía cualquiera, se oyen solo ladridos y ruidos de motosierra. “Acá ahora está así, pero en un rato se armó un alboroto porque se tiroteó aquel con aquel”, cuenta.

La vida es dura “hasta para lo más simple”, dice Amalia, que ha tenido que hacer “un trabajo de hormiga, constante”, con cada uno de sus hijos (y con su marido) para mantenerlos por buen camino. “Es un mundo u otro. Ellos iban a la escuela y yo tenía $ 5 para darle a cada uno. Y después, el hijo del narco llevaba $ 500”.

Dentro de todo le salió bien, considera, ya que en su casa no hubo hijos presos ni embarazos adolescentes.

En el barrio que le tocó, Amalia y Miguel evitan la charla de almacén, donde todos se enteran de la vida de los otros. Igual, no son ajenos a lo que sucede. Miguel sabe que con la crisis algunos vecinos no tienen qué comer. Amalia sabe que falta trabajo porque no hay gente en las paradas de ómnibus.

Un trabajo del cielo.

Al principio, Amalia no le contó a nadie la verdad sobre su nuevo empleo. Les dijo a Miguel y a sus nueve hijos que iba a cuidar sacerdotes. Nada más.

El párroco de San José, la misa a la que va los domingos, le propuso un día trabajar “cuidando curas con Covid”. Ella le dijo que sí sin dudar y sin siquiera preguntar el sueldo.

“Muchos me dicen: ‘no, yo personas con Covid ni aunque me paguen’. Y bueno, es un trabajo. Los médicos tampoco quisieran estar. Muchos se contagiaron, varios se murieron, y no estaban preparados”, dice Amalia. “Uno saca la parte humana: (los pacientes) están solos, aislados. Y con ellos se genera un vínculo lindo”.

Entre abril y junio Amalia cuidó a tres sacerdotes contagiados. Uno de ellos tiene 50 años, estuvo en CTI y quedó con secuelas; los otros dos, de 80 y 85, lo sobrellevaron mejor, incluso uno fue asintomático.

Su tarea es estar disponible para administrar medicamentos, controlar temperatura o saturación de oxígeno, conversar o solamente acompañar. Trabaja por las noches, salvo los fines de semana que hace horas extra. Los curas agradecen su presencia. Ella no se permite dormir, así que luego busca horas del día para reponer el sueño.

En el hogar sacerdotal está en caja y le pagan por día por cada sacerdote que cuida; cuando sana uno y enferma otro, le hacen un nuevo contrato. Allí le dan sobretúnica, zapatones, gorro, guantes, y usa triple tapabocas. Por la naturaleza de su trabajo recibió una primera dosis de Pfizer pero recién el 13 de mayo, y no llegó a darse la segunda porque se contagió. No fue por su tarea, sino porque su hijo se infectó en un cumpleaños.

En los tres meses que lleva de trabajo, Amalia reunió más dinero que lo que juntaba en uno o dos años en sus empleos anteriores. El COVID-19, en ese sentido, fue su salvación.

Al final, esta pandemia le permitió cumplir uno de sus sueños: tener una cocina. Hoy, entre los “cachivaches” que Miguel junta de las volquetas -botellas antiguas, adornos, licuadoras viejas pero funcionales, vasijas, cuadros, alhajas, y hasta la ropa que viste, asegura- hay un mueble blanco y una cocina usada que Amalia pudo comprar con su sueldo.

Miguel muestra algunos de los objetos que consigue en las volquetas. Foto: Leonardo Mainé
Miguel muestra algunos de los objetos que consigue en las volquetas. Foto: Leonardo Mainé

Miguel y uno de sus hijos mayores están terminando de levantar una pieza que será la cocina. Amalia piensa por estos días en elegir los azulejos y la mesada, y sonríe con ilusión de solo pensar en tener un lugar físico “limpio, prolijo y cómodo” para elaborar alimentos caseros junto con sus hijos. Dice: “La cocina es donde vos cocinás el amor de tu familia”.

Se infectó toda la familia

Amalia trabaja en contacto estrecho con el virus. Sin embargo, no fue así que se contagió. Uno de sus hijos lo contrajo en un cumpleaños, y el contagio alcanzó a toda la familia: Amalia, Miguel y sus nueve hijos. Ella tenía una dosis de Pfizer y tuvo síntomas leves. Algunos de los hijos (entre 9 y 25 años) se sintieron mal. El que la tuvo peor fue Miguel, que sintió fuertes dolores en pecho y espalda. No llegó a saber si cursaba una neumonia y en ese sentido se queja de que no tuvieron asistencia médica presencial, solo telefónica. Él tomó un medicamento que encontró en una volqueta y no sabe bien qué contenía, pero asegura que le hizo bien.

La virtualidad y la amenaza de la calle
Amalia y Miguel frente a su vivienda en barrio Lavalleja. Foto: Leonardo Mainé

La pandemia trajo buenas y malas noticias para la familia de Amalia y Miguel, y la educación virtual fue de las peores. De los nueve hijos, cuatro aún estudian, y debieron compartir un escaso espacio (hay tres cuartos para 11 personas) y una conexión que ni siquiera era propia, sino prestada del vecino, hermano de Amalia.

“Entrar a (la plataforma) Crea era un caos. El internet de la maestra andaba mal, y con el de acá se podían conectar solo dos”. Al principio intentaban entrar a las “reuniones” con las maestras; luego desistieron. Amalia decidió entonces pedirles a las educadoras que le mandaran las tareas por Whatsapp. Después ella se las enviaba a un vecino del barrio que hace impresiones, pero cada tarea implicaba decenas de copias. Igual ella lo quiso afrontar.

“Lo voy pagando porque es una forma de incentivarlos”, dice. Algunos de sus hijos están “muy frustrados” por los meses sin clases presenciales. “Esto va a traer secuelas peores al Covid. Uno cuando mira a los hijos los conoce”, dice. “Se sientan a hacer una tarea y no la entienden, y mamá no la entiende porque no es la maestra”, relata. La ausencia de clases alteró las rutinas. Los niños empezaron a habituarse a la noche, y el hermano mayor les compró un Play Station que los tenía despiertos hasta la madrugada. Al menos “los sacaba de la calle”. Dice Amalia: “De eso los tenés que proteger”.

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