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Sandberg: una pasión teñida de obsesión que le permitió alcanzar un hallazgo sin precedente

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Natalia Sandberg. Foto: Darwin Borrelli.
Natalia Sandberg, genetista clave en el caso de Lola Chomnalez.
Darwin Borrelli/Archivo El País.

“MI VIDA ES EL TRABAJO Y MI HIJO”

La genetista trabajó durante dos años en una nueva línea de investigación sobre el caso Lola Chomnalez.

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Eran las tres de la mañana y no se dormía. Seguía pasando el tiempo y no lograba conciliar el sueño. Con el resultado que conocería la mañana siguiente, Natalia Sandberg se estaba jugando su carrera profesional. Si el ADN de esa madre era coincidente con el del asesino deLola Chomnalez, estaban a unos pasos de encontrarlo, y sería un hallazgo sin precedentes en la región; pero si no era así, entonces una investigación de dos años se iba por la borda. Y no solo eso, la genetista cree que hubiera sido un “bochorno científico”.

Esa madrugada, mientras Natalia miraba el techo de su habitación, seguía haciendo cálculos y rememorando los últimos pasos de su investigación: había demasiadas preguntas en su cabeza. La ansiedad le comía los sesos y para evitar un estado de locura decidió ingerir una pastilla para la ansiedad. “Pensé que me moría”, recuerda.

Natalia nunca pudo desligar el trabajo de su mente y tampoco dejarla en blanco. Nunca fue y nunca será ese tipo de personas que ponen un pie fuera del sitio en donde trabajan y comienzan a dejar atrás las cuestiones laborales. De hecho, no recuerda la última vez que tuvo tiempo de ocio, salvo ir al gimnasio y caminar por la rambla con su pareja un domingo. “Mi vida es el trabajo y mi hijo, un 50% cada cosa”.

La mujer, de 39 años, no concibe su vida sin la genética forense y con la investigación del caso Lola, el femicidio más mediático de la historia uruguaya, su pasión se llegó a teñir de obsesión. “No tenía hora -asegura-, muchísimas noches no podía dormirme porque pensaba en cómo iba a seguir al otro día”. Dos semanas antes de que se detuviera al presunto femicida, Natalia reconoció que ya no era objetiva.

El comienzo

La encargada del Registro Nacional de Huellas Genéticas recuerda todas esas horas que pasaba frente a la televisión durante su adolescencia mirando Investigation Discovery, el canal sobre casos policiales sin resolver. Todas esas historias le generaban adrenalina, no podía despegarse de la pantalla hasta no saber quién era el criminal. Su madre siempre trabajó como psicóloga en el Hospital Policial, por lo que su gusto por la criminología se fusionó con el hecho de crecer en un ambiente rodeada de policías.

En 2005, cuando estaba por comenzar la tesis de grado en la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República (Udelar), golpeó la puerta del despacho de Ricardo Ehrlich, el decano en aquel entonces. Le pidió por favor que realizara un convenio con el Ministerio del Interior porque allí era el único lugar en donde podía desarrollarse como genetista forense. Y como Natalia Sandberg no se conforma hasta no lograr lo que se propone, a los pocos días estaba atravesando las puertas del Laboratorio Biológico de la Policía Científica.

“Era como niño chico con juguete nuevo”, cuenta Sandra Sóñora, una de las cuatro científicas del laboratorio de huellas genéticas que trabaja con Natalia desde hace 17 años. La científica trabajó como honoraria por dos años, el primero como estudiante y el segundo como licenciada.

Durante esos años, Sandberg trabajaba como encargada en una tienda de ropa que quedaba en el shopping y tenía un buen sueldo. Tenía una jornada laboral de casi 10 horas y el tiempo restante, al igual que los fines de semana, estaba en la Policía Científica. Sin embargo, en 2007 hubo un llamado a concurso y se inscribió para dar la prueba. “Me la jugué a ganar mucho menos por mi vocación”, asegura la genetista.

El laboratorio

Tras seis años de capacitaciones del FBI en Estados Unidos, congresos de genética forense en distintos puntos del mundo y un ascenso en la jerarquía del Ministerio del Interior, Natalia decidió golpear otra puerta más. Se presentó en el Parlamento, junto a jerarcas de la entonces Dirección Nacional de Policía Técnica, para solicitar la creación de un laboratorio, dependiente de la División de Identificación Criminal, para registrar huellas genéticas.

Este registro del ADN de todas las personas procesadas, con o sin prisión, permitiría resolver casos que desde hace años estaban abiertos. La base de datos se usaría para hacer un cruzamiento entre las personas con antecedentes penales y los rastros de ADN que se encuentran en las escenas de crímenes.

El laboratorio se inauguró en 2014 y Natalia muestra a “sus vedettes”: unos equipos que tienen el tamaño de un horno y una ventana de vidrio a través de la cual se puede ver el complejo sistema interno. Allí se colocan las muestras para ser estudiadas y los resultados se transfieren a una computadora. Actualmente son 83.000 las personas que delinquieron y forman parte de la base de datos.

“El laboratorio es como su hijo”, dice Mariana Costabel, una de las tres colegas de Natalia. Cada vez que el sistema arroja un resultado positivo, la genetista revisa todos los cálculos “unas 20 veces”, no quiere que absolutamente nada que salga de esas cuatro paredes tenga algún error. Cuando se trata de un caso complejo, Natalia admite la discusión, “pero primero lo quiere ejecutar como a ella le gusta”, cuenta Mariana.

Los padres de Lola

Una noche de 2020, Natalia se sentó en la sala a ver televisión y al presionar el botón de YouTube le apareció una entrevista a Adriana Belmonte y Diego Chomnalez, los padres de Lola. Hasta el día de hoy recuerda los ojos de esa madre, “esos ojos vidriosos de desesperación y angustia”. Escuchar su testimonio le produjo escalofríos: “Me tocaron las fibras más profundas de la maternidad”. ¿Y si le ocurría eso a su hijo?, pensaba.

Si bien en el laboratorio trabaja con muestras anónimas -códigos alfanuméricos-, debido al alto requerimiento de confrontación de un código específico por tantos años, dedujo que la muestra en la toalla y en el DNI de Lola pertenecía al asesino de la adolescente argentina hallada muerta en Valizas en 2014. “Desde ese día en que los vi, me dije a mí misma: ‘Dios me puso en el lugar donde estoy, tengo las armas para hacerlo y tengo la base de datos criminal. Algo tengo que hacer, no importa qué’”. Natalia Sandberg no iba a parar hasta traer un poco de luz a esa familia.

Cuando le contaron a Adriana Belmonte -quien había luchado por más de siete años para llegar a la verdad y hacer justicia por su hija- que la persona que estaba detrás de esa detención era una genetista llamada Natalia Sandberg, la madre solo quería abrazarla, quería llorar con ella.

¿Cómo resolvió el femicidio de Lola?

La científica decidió subir un escalón en el proceso y complejizar el sistema de investigación habitual. Empezó a estudiar libros en inglés de miles de páginas sobre genética y configuraciones de software.

Luego de varios meses de darle vueltas al asunto, en julio de 2020 le presentó a sus superiores el primero de varios informes. Fueron hojas y hojas de una clase de genética de nivel avanzado, cuya idea principal era estudiar la partilínea del ADN del homicida de Lola -es decir, el cromosoma “Y”-, la cual configuraría de forma manual.

Cuando se realizó el cruzamiento de datos, hubo demasiados resultados positivos y frente a esta dificultad, la magíster en Ciencias Biológicas decidió realizar una nueva configuración de búsqueda para encontrar una línea directa, es decir, padres o hijos. “Y esto sí me llevó sudor y lágrimas”, reconoce. El resultado arrojó que una persona compartía un 50% de similitud con el perfil genético del homicida, pero el cromosoma “Y” tenía algunas diferencias y esto llevó a que la genetista hipotetizara que se trataba de un medio hermano materno del criminal.

La investigación pasó a manos de Fiscalía y la situación continuó siendo compleja porque se enfrentaron a una “familia atípica”. Sin embargo, luego de cientos de frustraciones por tener que hacer “borrón y cuenta nueva”, la investigación desembocó en que el 19 de mayo de 2022 se detuviera a Leonardo David Sena, un panadero de 39 años que vivía en el Chuy.

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